La espesura de la niebla lo esconde todo, excepto la caja que mueve las alas del corazón. Hay que desafiar al auténtico sentido de la derrota para atravesar su fina capa y adivinar la luna, la lengua de plata para el finísimo sentido de un niño pobre. Luego ya nada importa, como la sangre congelada de los muertos, pues, una vez que abandonas el páramo, los chopos, los búhos…, el día, la noche…, la abuela, la madre…, el humo espeso del cigarro, nada, nada, nada tiene sentido: «¡Qué negra es la piel de los árboles cuando se han ido todos!». El mundo que se nos describe en Tierra de invierno es real e imaginario a la vez, como solo se puede ser príncipe y rana en un mismo cuento, solo que esta vez dentro de esa infinita capota que lo cubre todo: la niebla; una niebla que describe las fronteras de la geografía del silencio. Los sonidos nos ayudan a entender una parte de la vida, esa que transcurre más allá de nuestros sentidos, pero los silencios nos invitan a la espesura de los discursos interiores, esos que, como pájaros, anidan dentro de nuestras entrañas. Pájaro incierto el de la soledad taimada que espera nuestros descuidos para filtrarnos las imágenes ya olvidadas, pero todavía intactas en el mapa genético de nuestras sensaciones. El olor, el sabor, el color de aquellas primeras cosas que yacen en los posos de la última taza de café olvidada en el fogón de nuestros recuerdos, ahí es donde van a parar los primeros destellos de nuestra vida. Arqueología de la memoria nos dice su autor, que, como caminos por los que hace mucho tiempo no transitamos, se abren paso a través de nuestros anhelos. Escribir en verano sobre el invierno. Hacerlo del desierto en una ciudad inundada de coches. ¡Qué más da si todo se reduce al espacio de los sueños!: «nada es tan profundo como el vacío en el invierno». Imaginamos lo que no vemos y recreamos aquello que ya no volverá, en una especie de juego de la tómbola donde siempre hay un premio: el del recuerdo de aquellas imágenes que, con el paso del tiempo, nos convirtieron en lo que somos. Raíces trasplantadas en la letanía de la geografía del silencio que, simplemente, transmutan en un árbol perdido en las entrañas de una tierra que no conoce porque no es la suya, pero que al final siente como propia porque es a la que un día decidió ir. Allí donde fue a parar, una vez que las raíces vuelven a crecer, el árbol es consciente de que ya no es posible volver atrás, y que solo podrá hacerlo de nuevo a través de los recuerdos reconvertidos en imágenes atenuadas por esa fina niebla que nos adormece los sentidos, los colores, los olores y las imágenes de unos espacios que, aunque sean reales, ya solo son oníricos, como la falsa virtud de nuestros antepasados.
Tierra de invierno es como ese camino que se abre paso a través de las entrañas del páramo, agrietado y duro por la omnipresencia de una escarcha milenaria e infinita que, cual plaga bíblica, no despega su maldición del suelo. En esa tierra dura es donde se rompen los terrones a golpe de maza mientras el zurrón y la bota de vino esperan su turno, justo cuando el cigarro apagado se caiga de los labios amarillentos por el humo del día a día que, como una hoguera sin leña, surca los límites del horizonte. Ahí es donde esta tierra de invierno se detendrá mientras que observa el castillo que domina la única loma; una fortaleza que nadie habita y a la que nadie quiere conquistar, porque el destino de esta nueva ruta de pasos perdidos es otro. En el silencio del páramo aún nos quedará tiempo para regresar a ese bosque que nos llevará hasta nuestra verdadera casa. Justo a ese lugar donde los leños se estremecen por el calor de un fuego milenario e infinito y en el que esperamos reencontrarnos con quien fuimos a buscar: «Y cuando vuelvo, yo/ solo veo un único paisaje. Me acuerdo de mi madre».