La sombra del mal siempre esta ahí, al acecho de la conciencia humana para no permitirle redimirse de sus pecados así sin más. Si Paul Verhoeven hubiese optado por esta vía, Elle no sería lo que es: la provocación del mal reconvertida en un perverso sueño. Sin duda, el veterano director, en su regreso a la gran pantalla después de diez años de ausencia, ha querido divertirse y, para ello, se ha permitido coger otra de las opciones en las que se bifurca el camino, aunque ésta no sea ni la más esperada ni la más convencional. Elle es un juego que el director propone a su protagonista, y que ésta acepta como tal para deformar nuestra visión de la realidad en aras de mostrarnos otro mundo: el suyo. Un mundo de turbio pasado, violento y marcado por los demás, lo que provoca en ella la necesidad de una experimentación vital nada convencional. Aquí entran en conflicto la moral y el deseo, pero también la nula necesidad de que el bien prevalezca sobre el mal, o el orden sobre el caos, pues Elle es un universo personal y fílmico que no conoce reglas, salvo las propias, porque su director nos propone entrar en un mundo aparte, para, una vez dentro, participar de él a través de la sutileza del engaño y la mordacidad de un tipo de moral a la que no estamos acostumbrados a enfrentarnos, a la que, además, hay que añadir unas dosis de humor negro y de denuncia de la estructura familiar convencional que, a lo que se nos muestra, marcha a una deriva sin final feliz. En esa contraposición de luces y sombras, sospechas y sorpresas, vamos avanzando en un discurso fílmico prolongado —quizá demasiado—, del que precisa Verhoeven para mostrarnos su tesis acerca de esa doble moral que tanto nos corroe día a día. Es verdad que Isabelle Huppert está inmensa y sale victoriosa en su batalla frente a la cámara, a la que es sometida por parte de su director, a través de unos primeros planos que no dejan espacio para la mentira, o mediante intrépidos movimientos escénicos que inducen a la sorpresa, pero que, tanto en un caso como en el otro, se asemejan mucho a los de un felino. Un juego de expresiones a los que la Huppert se enfrenta desde una gama de matices que van desde la más pérfida frialdad expresiva al más perverso y provocativo desmantelamiento del deseo que no conoce reglas.
Ángel Silvelo Gabriel