Escribir cuentos de miedo para niños. Por Mar Solana

Ilustración de © Estefanía López.

 

Sheila apenas ha tocado sus magdalenas. Desganada, juguetea con las migas. No le apetece desayunar y tampoco hacer cosas divertidas, como antes. Su madre se acerca, le acaricia su mejilla pálida y asustada instándole a que se beba el cacao. Sheila siente como si algo le impidiera respirar: la misma mano de Gigante de todos los días apretándole la garganta. Rompe a llorar. Su madre no entiende, pero la abraza. Sheila no quiere ir al colegio, ni hoy ni nunca. «¿Por qué?, ¿qué ocurre, mi niña?» Sheila acaba de cumplir once años. No tiene palabras para contarles a sus padres el terror que la inunda cuando se aleja de ellos y de su casa y se adentra en el Castillo de las Trampas. El otro día se hizo sus necesidades encima porque siente un pánico atroz a ir sola al aseo. Le dijo a su madre que algo no le sentó bien, que no llegó a tiempo al baño. La directora le envió un mensaje diciéndole que su hija estaba empapada y manchada hasta las orejas… De camino a casa, mientras su madre conducía algo cabizbaja, Sheila nota el tacto suave de la toalla que le ha puesto en el asiento (para no manchar más) y revive, angustiada, la aspereza de la escobilla del váter arañándole la cara y enredándose en su pelo… y las risotadas, esas que se le hincaron en el corazón como una bandada de cuervos hambrientos… «¡Oh, oh! Sheilucha, debes limpiarte bien, de la cabeza a los pies, ¡que no quede ni rastro de una mierda tan sucia!»

Sheila, nombre de raíces celtas, significa «la que habita en las alturas»; otros dicen que, en realidad, Sheila es «música»; en latín, «azul, celestial»; y en hebreo, «sonrisa, alegría».

(…) La mano de gigante que cada mañana estrechaba la respiración de Sheila creció y creció, hasta que la ventana se cerró de golpe y su alegre música y su sonrisa se apagaron. Y ya no volvió a juguetear con sus magdalenas ni a hacer cosas divertidas. El Gigante se marchó para siempre. Pero lo más cruel y perverso de todo es, quizás, que aún nadie entiende por qué su garra de horca la había elegido a ella.

Me quedo en silencio. Siento el horror y la angustia de Sheila martilleándome el ánimo, y no puedo evitar las lágrimas. Esta Sheila, «mi Sheila», es ficción, pero por desgracia no es ficticia. Y me pregunto qué estamos haciendo tan mal el género humano para que cada vez pululen más Sheilas por el mundo, Sheilas que un día agarran la escopeta de caza de su padre…, o la caja de pastillas de su madre y… ¿Qué más da? El caso es derrotar al Gigante, acabar con la dictadura de su garra…

El otro día, navegando por aguas virtuales, me topé con una página web que me dejó bastante perpleja.. Y surgió en mí una mezcla de hilaridad y estupor cuando leí sobre un taller que enseñaba a escribir «Cuentos de Terror para Niños». En estos tiempos de tanta oscilación e incertidumbre, con la sombra pisándonos los talones hasta el punto de que un desalmado pueda segar vidas inocentes en cuestión de segundos…, en estos tiempos, me resulta algo incongruente inventar o escribir historias de terror que provoquen ansiedad o pesadillas en niños que viven ya en un mundo tan inestable.

En la infancia, los cuentos e historias de miedo (que no terror) cumplen con una función evolutiva importante: la de liberación de las propias ansiedades del pequeño a través de mecanismos proyectivos con los personajes. Se busca reconocer e identificar emociones como enfado, angustia, celos, desconfianza y temor. El terror, sin embargo, es un sentimiento de miedo llevado al extremo, y las leyendas y los cuentos, como los de Poe o Lovecraft, son más propios del universo adulto.

Y, como decía, con la perplejidad a la vuelta de la esquina, ese gusanillo que de forma indefectible, tarde o temprano, te precipita por las laderas de la reflexión, me puse a pensar en los contenidos e ingredientes que debería llevar en la actualidad un cuento infantil de miedo. Animada también por la sensación de que, en esta época tan compleja (sobre todo para los niños), los cuentos clásicos de miedo ya se han quedado un poco obsoletos.

Es probable que los ogros o las brujas de antaño no induzcan las mismas catarsis que provocaban en nosotros. Deberíamos inventar (estamos casi obligados) ogros, brujas, hadas, gnomos y duendes «nuevos», que mariden a la perfección con todo lo que estamos atravesando y, por ende, nuestros pequeños. Cuentos de miedo para este siglo que, como mandan los cánones, no pierdan su objetivo más didáctico y continúen educando, ilustrando y divirtiendo.

Escribir Cuentos De Miedo Para Niños. Por Mar Solana

Imagen: Joshua Hoffine

Por ejemplo, ese de las piedras que antes hablaban y ayudaban a los duendes, pero resulta que ahora se convierten en bombas que llenan los hospitales de niños quemados o desmembrados, porque los habitantes del Bosque no se aguantan ni sus sombras y quieren borrar del País de la Magia a toda criatura viviente. O el cuento de los príncipes que ya no pueden derrotar dragones, porque las ranas, en realidad, son monstruos que apuñalan o queman a sus princesas. O la extraña historia de unas hadas que ya no tienen alas y se han hecho más grandes, para que todos vean el poder aleccionador que tiene una buena paliza a tiempo. ¿Y los elfos?, esas entrañables criaturas que traían brisa fresca y buenos augurios, ahora quizás sean capitanes de seísmos, temporales y terremotos…

Hace poco leí la precisa e inteligente expresión de una niña madrileña que definía a un «niño pobre» como «aquel que ya no puede soñar». Según el informe «Desheredados», hecho público en febrero de este año por la organización no gubernamental Save the Children, ochocientos mil menores viven en nuestro país en hogares en los que ninguno de sus miembros trabaja. Las consecuencias de esta pobreza son devastadoras. Save the Children estima que el ochenta por ciento de los niños y niñas que están hoy en situación de pobreza pueden convertirse en adultos empobrecidos… ¿Qué cuento le podría contar yo a un niño que no tiene miguitas ni muy probablemente casa a la que regresar?

Quique sostiene su Batmóvil y amenaza de muerte al Jóker. «¡Cómo vuelvas a pegarle y a decirle cosas feas, te mato!» Y acto seguido le pasa por encima una y otra vez el Batmóvil, ¡chsun, chsun, chsun! La rabia de Quique es tan real que hace temblar como una hoja a su hermana Mariona, que está a su lado coloreando un dibujo con una pintura negra. «Ésta es mami…» Y de las comisuras del monigote tronchado que representa a su mami brota el color rojo, como una lluvia fina de grosellas. Al lado de mami otro monigote, enorme, exagerado, con un tamaño parecido al de un cíclope, tiene las comisuras como una «u» del revés y una garra cerrada y grande, levantada, muy levantada por encima de la cabeza de mami. (…)

Ya hace tiempo que Quique dejó de jugar a atropellar al Jóker y que Mariona, ahora, solo pinta ángeles; dice que son los que cuidan de mami en el Cielo, ese lugar que la niña aún no entiende y que a Quique le lleva a cerrar bien fuerte su puño de nueve años cuando piensa en otra Navidad sin árbol.

 Otras veces son ellos, los benditos infantes, los que sufren la ira de alguno de sus acémilas y zafios progenitores o cuidadores, o tíos del infierno o tutores del demonio, y se rompen en mil añicos porque todavía son espejos tiernos, demasiado, como para soportar el puñetazo de tan honda frustración. Y el troglodita, que no sabe hacer otra cosa que machacar (lo que sea), aniquila su futuro con una paliza insoportable que mutila sus alas inocentes.

Kaliq está jugando al escondite en el sótano de un edificio en ruinas. Los mayores les han dicho que, de momento, es el lugar más seguro para que derrochen sus energías infantiles. Un grupito se esconde y un par de niños salen en su busca; el que antes los encuentre es el que se une a los demás para volver a ocultarse de los dos niños que deben buscarlos otra vez. Y así, sin descanso… A Kaliq le ha tocado correr a esconderse. Pero algo va mal… Un inmenso estruendo se traga la escasa luz que había en el lugar y todo se vuelve oscuridad. Kaliq nota la boca llena de algo espeso y caliente. Los oídos le pitan y todo a su alrededor se inunda de ecos lejanos. Gritos. Sirenas. No siente las piernas. Intenta tocarse las manos pero tampoco las siente. «¿Dónde están mis manos?» No puede moverse. Un intenso calambre le hace estremecerse de dolor. Alguien con la cara tiznada y un casco blanco, como el de las motocicletas, la ha cogido del suelo y echa a correr con él en sus brazos, grandes y amables. «Te pondrás bien… ¿Puedes hablar? ¿Cómo te llamas? Tranquilo, Kaliq, te llevo a un lugar más seguro donde van a curarte para que vuelvas a jugar…» Kaliq ve cómo su madre llora, grita, grita mucho, y corre detrás del señor del casco blanco… «Ya-Allah… ¡Kaliq, mi niño!, ¡aguanta…, estoy aquí contigo! Ya-Allah…»

Por eso los superhéroes no quieren salir de los cómics, allí está todo más controlado, mucho más organizado, y los rescates siempre acaban con un beso romántico o, sencillamente, acaban bien y punto redondo; porque, en nuestro mundo, hasta los puntos seguidos y coma y aparte ya empiezan a ser cuadrados. Y la magia expele un tufillo raro…

Había una vez, no hace mucho tiempo… una niña llamada Sheila que dejó de soñar con cosas divertidas porque todos los días la llamaban mora de mierda. Érase una vez que se era… Quique y Mariona, unos hermanos que pidieron en la carta de Navidad que su madre bajase del Cielo a encender otra vez sus sueños… Y Kaliq, un niño que luchaba por su vida en Alepo, una hermosa cuidad devastada por unos dragones de hierro que amputaban sus ilusiones y les robaban sus juegos.

¿De verdad los niños de esta época necesitan el terror para crecer?

Palabras desde mi luna
Mar SolanaMar Solana

Blog de la autora
Colaboradora de Canal Literatura en la sección «Palabras desde mi luna»

 

 

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