Eugene O’Neill, «EL LARGO VIAJE DEL DÍA HACIA LA NOCHE»: Encadenados a un oscuro pasado que desemboca. Por Ángel Silvelo

El día que nacemos nadie nos programa para ser felices; muy al contrario, los avatares de la vida nos van colocando en ese lugar que nunca habíamos pensado que acabaríamos ocupando. Tanto es así que, en ese devenir cotidiano, el camino elegido a veces termina en una especie de acantilado oscuro y profundo que, en el subconsciente colectivo del que somos víctimas, se transforma en la última frontera de nuestra existencia. Temerosos y desorientados, cuando llegamos a ese inesperado lugar, alzamos la voz en una especie de grito sordo. Una rebelión del todo inútil, porque en ese momento no somos conscientes de que nadie nos puede escuchar. Más adelante, nos damos cuenta de que formamos parte de un universo que no es el nuestro, y la lucha a partir de entonces se convierte en una aventura de no retorno, donde cada día es como una prueba de habilidad distinta a la del día anterior, y en donde la experiencia es un dato con escasa relevancia. Hallar es el punto de partida en el que situarse, pero la búsqueda de un asidero donde agarrarse o una brújula donde orientarse no es tarea fácil, porque nadie posee el libro de instrucciones.

teatro
A pesar de todo, cada nuevo día, quizá haya motivo para acariciar una última esperanza mientras las olas del mar nos cantan una suave y dulce melodía, justo antes del amanecer, para de esa forma contraponerse a la niebla de la noche y a la sirena y a la luz del faro de la costa de Connecticut. Dos de los instrumentos que el hombre ha inventado para orientarse en su desconcierto, dos instrumentos que, como muletas, nos sirven para apoyar nuestros miedos. Esa serena canción del mar, que se traslada a ese juego de luces y sombras, también transforma el escenario del Teatro Marquina en un espacio de sol y de luz, y lo hace a través de unos telones y una iluminación que nos invitan a ser uno más dentro de ese contraste de tenue incertidumbre que, sin embargo, es, a su vez, una tímida muestra de uno de los miedos más atroces que atesora el ser humano: el del fracaso. Como nos dice uno de los principios de la Física: «la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma». Perfecto axioma que nos sirve de regla con la que medir el cambio que experimenta la lógica dramática que O’Neill nos invita a contemplar a medida que progresa la función. Un avance hacia ese mundo más tétrico, más hostil y, sin duda, más tenso en el que él parece encontrarse más cómodo. Esta minuciosa antesala del purgatorio es la que nos concita a preparar y a alertar a todos nuestros sentidos antes de que nos recuerden eso de: «la vida no tiene nada de malo, somos nosotros…» o que no pasemos por alto esa otra sentencia en forma de espada de Damocles: «el hombre es dueño de su destino»… Y, para que nada falte, al abrirse el telón, vemos un sobre-escenario en forma de tarima circular en la que poder dar vueltas y vueltas en una especie de tiovivo infinito o de cárcel sin barrotes de la que los personajes no se atreven a salir, pues están encadenados a un oscuro pasado que desemboca en un dramático presente y vomita en un telúrico futuro.

Eugene O’Neill nos vuelve a inundar nuestros pensamientos de autodestrucción y de whisky, como si quisiera que no se nos olvidaran las funciones terapéuticas de ese líquido mitad milagroso mitad diabólico. El líquido color malta es aquí el líquido de la verdad, a la que el propio coraje de los personajes no es capaz de vencer. No se puede amortiguar la verdad a las ocho de la mañana, pero sí se puede vislumbrar poco antes de comer con la primera copa en el cuerpo, parece decirnos O’Neill. Esa huida, casi enfermiza, que exhibe cada uno de los personajes de esta autobiográfica, El largo viaje del día hacia la noche, es un proceso de redención que, sin embargo, camina hacia el epicentro de la tormenta. Hay una necesidad en el ser humano de inmolarse delante de los demás, y eso O’Neill lo sabe decir y representar muy bien. Ese simbolismo perpetuo de la caída es, a veces, melancólico y casi virginal, como cuando vemos mover las manos a una extraordinaria Vicky Peña, auténtico sustento de esta representación; o simplemente lírico y casi ingenuo cuando nos fijamos en los discursos literarios y nihilistas del joven Edmund (álter ego del propio Eugene) y en su mirada perdida, cuyo reflejo nos invita a pensar en lo que hubiese sido su vida de haber escogido otro camino que su falta de valor no le permitió. Nada es banal en esta representación de las coordenadas del sufrimiento, ni siquiera las risas bobas y medio contenidas de la joven criada Cathleen, pues dan paso a uno de los más hermosos monólogos de Mary (Vicky Peña), donde, sin dificultad, entendemos la dedicatoria que Eugene le hizo a su mujer en esta obra: «escrita con lágrimas y sangre…»

La temporalidad del teatro, que no nos permite asistir dos veces a la misma representación, sin embargo, juega a favor en el concepto de lo efímero que resultan nuestras vidas. Y, sustentándose en todo eso, O’Neill nos propone este drama familiar en el transcurso de un solo día del mes de agosto de 1912, para, con ello, conjugar la grandeza de las artes escénicas a la hora de representar la propia vida, esa que, sintetizada en el gran teatro del mundo, tampoco nos permite vivir dos veces el mismo instante. A lo que habría que añadir que la naturalidad con la que el propio autor ejerce de cirujano de su propio cuerpo es la que también expresa Mario Gas dando luz y vida al patriarca James Tyrone sobre el escenario, donde exhibe una bohomía que en muchas ocasiones juega en su contra. Ese quizá sea el gran talón de Aquiles de esta magistral obra de teatro, la falta de energía exhibida por los autores en su viaje hacia la autodestrucción, donde las borracheras no parecen ser tan terribles ni corrosivas. Sin embargo, de esta contención actoral sale indemne una magnífica Vicky Peña, pues, a través de sus miradas perdidas y sus movimientos, sobre todo, el de las manos, caminamos sin darnos cuenta por ese jardín lleno de espinas que nos llevan hasta esta gran frase final: «Luego, en primavera, me pasó algo. Ah, sí, ya me acuerdo. Me enamoré de James Tyrone y fui feliz durante un tiempo».

 

Ángel Silvelo Gabriel 

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