Dioses desterrados que caminan en nuestro interior como esos hijos a los que nunca vimos nacer, y que se comportan como las sombras de nuestros sueños. Ecos de nuestros pensamientos que una vez formaron parte de nuestras entrañas, pero que se volatilizaron en el instante en el que quisimos hacerlos de carne y hueso. Dioses desterrados que se transforman en dioses perdidos de una cultura clásica que no existe. Dioses de la nada, de un olimpo irreal y desbaratado, de un olimpo sin pena ni gloria en el que ya no nos resulta difícil comprender que, si no fueron hechos carne, al menos sí se quedaron en ese íntimo y particular Olimpo que a nadie más que a nosotros pertenece, pues es un espacio donde las deidades no son tales, sino meras recreaciones de nuestros más íntimos deseos. La facilidad a la hora de crear esa especie de jardín de monstruos propios es directamente proporcional a nuestra imaginación, y que, en el caso de Pessoa, se tradujo en una vasta y majestuosa capacidad intelectual y sensorial que le llevó a crear infinidad de dioses desterrados en las vírgenes tierras de su mente, donde el mundo, su mundo, se resquebrajó en microuniversos con los que poder crear su drama en gente. El creador de la paradoja, el escritor de las mil y una caras, no renunció a nada, salvo a trabajar lo mínimo para subsistir, y al amor…, al amor que sabía que le apartaría de su principal tarea en el mundo de los vivos: la creación. Haciéndonos eco de sus palabras, decimos: «Vivir no es preciso, lo que es necesario es crear». Y, en ese manantial polifónico de voces y ecos, recreó y creó un universo: el pessoano, y lo hizo de la mano de heterónimos como Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis, que, junto a su ortónimo, es decir, a su propia voz, son el objeto de la selección, traducción y prólogo de Carlos Clementson para la Editorial Eneida.
La obra de Pessoa, y, sobre todo, sus poemas, ha sido objeto de mil y una interpretaciones y reinterpretaciones, lo que nos permite acercarnos a la creación del escritor lisboeta de una forma tan cercana como extensa, porque también han sido numerosas las traducciones al español de su obra; un campo donde sin duda destaca Ángel Crespo como pionero y faro de muchas de las traducciones que vinieron después. No obstante, el acierto de esta antología poética seleccionada a cargo de Carlos Clementson es, sobre todo, cómo está estructurada, pues nos permite abordar con un cierto orden la vida y la obra de Pessoa. En este sentido, la introducción biográfica que precede a los diferentes bloques poemáticos de cada uno de los heterónimos, antes mencionados, nos permite evaluar y equilibrar de una forma más acertada el conjunto de voces que componen esta selección ya en la introducción, donde Clementson aborda de una manera muy acertada los principales hitos vitales del poeta, haciéndose eco, por ejemplo, y como no podría ser de otra manera, de su drama en gente y de la famosa noche del 8de marzo de 1914, noche donde nace el heterónimo Alberto Caeiro, pero sin por ello dejar de lado a Álvaro de Campo y Ricardo Reis. Gracias a estas referencias bio-bibliográficas logramos introducirnos con mucho más sentido y concierto en el caótico universo del rey de la paradoja, lo que nos lleva a entender y comprender mejor su obra.
De la voz del propio Fernando Pessoa emergen de su De Cancionero un conjunto de poemas más bucólicos unos y más existencialistas otros. Entre ellos, se encuentra el conocidísimo Autopsicografía: «El poeta es un fingidor./ Finge tan completamente/ que llega a fingir dolor/ el dolor que en verdad siente…», pero también podemos disfrutar de este otro más melancólico, Cuando los niños juegan: «Cuando los niños juegan/ y los oigo jugar,/ algo siento en mi alma/ que se empieza a alegrar./ Y toda aquella infancia/ que no alcancé a tener/ me viene: ondas de gozo/ que nadie tuvo ayer./ Si el que fui es un enigma,/ y quién seré visión,/ quien soy al menos sienta/ esto en el corazón». De ahí saltamos a Mensagem, un espacio poético dedicado a la historia de Portugal, donde el poeta expresa el sentir que le produce cada uno de los infantes, reyes y reinas de su patria. Exaltación patriótica que representa su época monárquica, y donde se encuentra uno de sus poemas más representativos, Mar portugués: «¡Oh, mar salado, cuánta de tu sal/ son lágrimas de Portugal!/ Para que te cruzáramos, ¡cuántas madres lloraron,/ y cuántos, cuántos hijos en vano rezaron!/ ¡Y cuántas novias, ay, quedáronse sin casar/ para que, al fin, fueras nuestro, mar!/ ¿Valió entonces la pena? Todo vale la pena,/ si el alma no es pequeña./ Quien quiera pasar allende el Bojador/ también ha de pasar más allá del dolor./ Dios al mar el peligro y el abismo dio,/ pero también el cielo en él reflejó.» Mensagem lo componen cuarenta y cuatro poemas con los que ganó el Segundo Premio Antero de Quental en 1934, justo un año antes de su muerte.
A través de su heterónimo Alberto Caiero, al que Clementson define como «postulador de un paganismo elemental y primario, tan simple y natural como un árbol…», nos acercamos a la versión más natural de un poeta que reivindica la presencia de la Naturaleza como el álter ego que mueve el mundo interior y exterior de nuestro alma. El largo poemario El guardián de rebaños, que escribió de pie en esa famosa noche del 8 de marzo de 1914 en una de las habitaciones alquiladas en las que vivió, y que se compone de cuarenta y nueve poemas, nos da muestra de esa fiebre inspiradora que le acogió para llevarle a un lugar del que nunca más regresaría. «Yo nunca guardé rebaños,/ mas es como si lo guardase./ Mi alma es como un pastor,/ conoce el viento y el sol/ y anda de la mano de las Estaciones/ siguiendo y mirando.», nos dice Pessoa a través de Caeiro al inicio del poemario. En este bloque dedicado al padre de sus heterónimos, se da la casualidad de que el mismo acaba con el poema titulado Last poem, dictado por el poeta el día de su muerte y que dice así: «Tal vez sea éste el último día de mi vida./ He saludado al sol, levantando la mano derecha,/ pero no para decirle adiós,/ sino como un gesto de que gustaba verlo así todavía: nada más».
A esta elementalidad, que busca su esencia en las entrañas de la Naturaleza, se contrapone el futurismo mecanicista de un Álvaro de Campos que mediante su composición poética nos sitúa en el mundo industrial y de la máquina, donde, por ejemplo, las extensas y profusas descripciones de los elementos que componen el armazón y la naturaleza de un barco toman cuerpo a través la palidez de la luz del amanecer que se perfila sobre la desembocadura del río Tajo a su paso por Lisboa. Esa visión contrapuesta al entrar y salir de Olissippo se descompone en largos versos y prolongados poemas en, por ejemplo, Oda marítima, donde la repetición de las palabras se asocia con los sonidos onomatopéyicos en una sinfonía escandalosa de la modernidad, por lo ruidoso y aparatoso en sus planteamientos poéticos. Sin embargo, en la voz de Álvaro de Campos también tenemos la opción de llegar a la esencia pessoana con el poema Lisboa revisited: «No: no quiero nada./ Ya os he dicho que no quiero nada./ ¡No me vengáis con conclusiones!/ La única conclusión es morir».
Clementson deja para el final las Odas de Ricardo Reis, al que define como de sabio epicureísta estoico, pues renuncia a la vorágine sin sentido de la vida, y pone su mirada en la sabiduríia clásica en su búsqueda de la ataraxia y la quietud. Una huida hacia el mundo clásico que queda muy bien retratada en el poema que da título a esta selección, Los dioses desterrados: «Los dioses desterrados/ y hermanos de Saturno,/ a veces, al ocaso/ acechan nuestras vidas…»
Dioses, mares, el hombre y su tierra, igual que una secuencia mágica con la que darle cuerpo a un sueño: el de los dioses perdidos…, y no encontrados, igual que si Pessoa y sus heterónimos no hubiesen existido nunca y todo fuese producto de la imaginación de un fantasma.
Ángel Silvelo Gabriel