Happycracia
Tuve la suerte de nacer en Jumilla, unos de los pueblos más maravillosos de España; a ver, que no pongo en tela de juicio que cada quien considere al suyo el mejor, aunque, sin duda alguna, el mejor sea el mío. Como mi tierra es eminentemente agrícola, me críe entre capazos de vendimiar de pleita que mis vecinos ponían a secar al sol a lo largo de las aceras de mi calle, una vez terminada la vendimia y lavados convenientemente; y el trasiego de las esteras de esparto para recoger la cosecha nueva de oliva. Pude disfrutar de tomar el fresco, al caer los calurosos días de verano, sentada en los portales de las casas mientras las mujeres más ancianas de la calle adoctrinaban a la chiquillería con cuentos de mujeres hacendosas u holgazanas y las consecuencias que se derivarían de una u otra actitud. Recuerdo que una de las veces que les recité el consabido monólogo de Segismundo, de Calderón de la Barca: “¿Qué es la vida? Un frenesí/ ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción…” una de las mujeres que hacía encajes de ganchillo sin mirar a la tarea y casi sin luz me respondió que eso sería en otro sitio. Que en Jumilla la vida era vendimiar y coger oliva. Sonrió y siguió a lo suyo. Busco en mi memoria situaciones y momentos festivos de mis ancianos vecinos que pasaban en los campos las temporadas precisas para que la tierra les proporcionara el sustento necesario y, la verdad, no encuentro demasiadas por no decir ninguna. Pero si recuerdo en sus rostros una sonrisa de gratitud después de una lluvia buena o una cosecha abundante. Y, sobre todo, cuando pienso en ellos los asocio, inmediatamente, a una sosegada aceptación a las circunstancias que la vida les ponía a su paso, desde una tormenta de piedra que les dejaba sin una uva en las cepas hasta la pérdida de un hijo. Evidentemente, no creo que a la “aceptación” de unas situaciones dolorosas se le pueda llamar felicidad, pero estoy convencida de que saber que en la vida son necesarias las sombras para poder calibrar y valorar la luz sí que proporciona el sosiego necesario para conducirnos en nuestra existencia.
Pero, hete aquí, que hace unos días me tropiezo en el XLSemanal con el término “Happycracia” para definir la última de las enfermedades de nuestro tiempo: la necesidad de ser feliz a toda costa y todo el tiempo. A nadie se le escapa que estamos en la era de los libros de autoayuda que prometen las mil y una fórmulas para evitar el sufrimiento, que huimos de personas infelices como de la peste, que nos enfermamos de impotencia en épocas especiales como la Navidad en donde hay que ser feliz por narices y que indagamos obsesivamente en congresos motivacionales, “coaching” (manda huevos, no se puede decir entrenadores) especializados, libros y audioconferencias de personas que nos aseguran que, si seguimos, al pie de la letra sus consejos, seremos felices para siempre jamás.
Es verdad que no nos educan para ser felices, ni para amarnos y aceptarnos tal y como somos, que también podría ser una buena fuente de felicidad al dejarnos libres de estar continuamente pendiente de la aceptación ajena, que no sería poco. Y también es verdad que hace unos años nada de eso se cuestionaba, se admitían las cosas tal y como venían en un conformismo digno de encomio. Aunque también es cierto que cubrir las necesidades básicas en medio de tantas carencias y adversidades no te dejaba demasiado tiempo como para platearse si se era o no feliz. Pero lo que en un principio, a finales de los noventa nació de la mano del psicólogo norteamericano Martín Seligman como “El estudio científico de lo que hace que la vida merezca la pena” o también llamado “psicología positiva” hay que reconocer que se nos ha ido de las manos.
Está claro que no vamos a ser más felices por repetirnos, tal y como aconsejan algunos libros de autoayuda, “soy feliz”, o “soy rico”, sin embargo, sí se ha demostrado, científicamente, que el estrés o el sufrimiento influyen poderosa y negativamente en nuestro estado físico y mental; somos materia, pero también somos espíritu, o energía como quieran llamarlo, algo que siempre han sabido los místicos y los gurús de todos los tiempos. Y que anclarnos en pensamientos o estados frustrantes o dolorosos nos impide privarnos de posibilidades favorables. Quizá la frase “Es un gran error arruinar el presente recordando un pasado que ya no tiene futuro” era el secreto de aquella sonrisa que recuerdo en mis viejas vecinas y, probablemente, resuma a la perfección muchos libros de autoayuda.
Ana Mª Tomás