Mi querido John:
Hoy, 23 de febrero de 2016, se cumplen 195 años de tu muerte en Roma. Hoy, más que nunca, el tiempo difumina nuestra memoria, pero no borra los confines de nuestra existencia. La huella del poeta se encalla laboriosa en el tiempo y deviene en una especie de cántico infinito y espectral que se sobrepone a la amargura congénita al ser humano. Los límites de tu poesía se parecen mucho al rugir de las olas, pues, por muchas noches solitarias en las que batan con fuerza la silueta de su sonido sin que nadie las observe, ellas persisten en el intento, y lo hacen una y otra vez, una y otra vez… Hay ecos que no saben lo que son la soledad y el olvido, ¿recuerdas?: «El mar conserva eternos sus murmullos en torno/ de playas desoladas, y con su recio embate/ inunda mil cavernas, hasta que el sortilegio/ de Hécate les deja su sombrío sonido». John, ahora las olas del mar se transforman en ondas que no entienden de cordilleras y continentes, pues viajan por el mundo con la libertad de aquel que no tiene miedo ni tan siquiera a la muerte. Muy pronto, tus palabras volverán a inundar ese espacio etéreo, anónimo y sinsentido, pero tan potente como el rocío de los placeres que un día te llevaron a ser único, por distinto y perseverante. Nadie quiso apostar por ti en vida, pero el tiempo, ese diapasón tiránico y hostil, por fin te dio la razón, y te trasladó a ese mar de nubes desde el que contemplar el mundo con la serenidad de los dioses que saben que durante su vida terrenal lo dieron todo. Pena y gloria, dolor y traición que, en el más infinito de los letargos, se hacen extraños como aquellos sentimientos contradictorios de abnegación y proeza que te acompañaron en tus últimos días. Hampstead fue ese jardín eterno donde el amor se vistió con el color de las lilas y las violetas, y donde el viento de la vida fue breve pero placentero. En ese momento, tu voz fue portentosa, como sólo lo puede ser la del amante que no conoce otro límite que el de su propia pasión. Fiebre sin fronteras que, ausente del poder de la desdicha, navegó firme contra tu destino. Tu vida fue efímera, como una mariposa, pero tan intensa que multiplicó hasta el infinito esos tres días que reclamaste junto a tu amada Fanny Brawne (el reflejo de tus heroicos poemas). Todavía soy capaz de escuchar ese clavicordio, cuyo sonido, tenue y limpio a la vez, se asemeja a esa imagen que me llevó hacia ti.
John, no hay límites para nuestros sueños, ni barreras imposibles de flanquear en la vida de un poeta. Héroe de la nada y adalid de los sueños más maravillosos por imposibles, sé que descansas en paz; la paz de aquellos que lo entregaron todo a cambio de nada. Debes conocer que nada sería igual si no supiéramos recitar cualquiera de tus odas, porque no seríamos capaces de discernir la verdadera razón por la que estamos vivos. Tenías razón: «algo bello es un goce eterno».
John, te escribo desde este lado en el que la naturaleza de las derrotas son otras, pues no existe una leal y prístina lucha por la búsqueda de la belleza a través de la verdad. Ahora, como antes, los hombres siguen empeñados en almacenar en sus graneros aquello que no tiene otro sentido que el de la materia sin esencia. John, este es un mundo que se limita a vivir rodeado de lo posible o predecible. Aquí no hay batallas engendradas por la imposibilidad de yacer en lo más alto de la copa de un árbol cual ruiseñor que declina su canto para proyectar algo de luz sobre la miseria de la vida: «Escucho entre las sombras; y he estado muchas veces/ un poco enamorado de la Muerte apacible;/ le he dado dulces nombres en versos abstraídos/ para que fuera al aire mi aliento sosegado;/ y ahora más que nunca morir parece hermoso,/ sin dolor extinguirse en medio de la noche,/ mientras que tú derramas tu alma hacia lo lejos,/ ¡absorto en ese éxtasis!». Dulce éxtasis el de la muerte que a ti te llevó lejos, muy lejos de Leteo, porque, entre las profundidades del olvido, tu voz surge de múltiples formas, y sigue viva como quizá nunca lo haya estado antes. La presencia de tus poemas se hace presente a través de las ediciones que año tras año ven la luz en este mundo de tinieblas. Hasta tu amada, Fanny Brawne, lucha por salir de su anonimato y del estigma que sobre su recuerdo y su persona se posaron sobre ella cuando vieron la luz las cartas de amor que le escribiste. Tu Fanny, ahora, como antes hiciste tú, lucha porque el destino —ese caprichoso enigma que te alejó tan pronto del mundo de los vivos de una forma tan trágica— le dé a ella una nueva oportunidad de darse a conocer tal y como era, y no tal y como otros la reinterpretaron. La esencia de Fanny Brawne también merece la pena ser explorada y conocida, pues gracias a su cercanía a ti te llevó a dibujar esas odas que han trascendido al perpetuo paso del tiempo. John, tantos han sido los que se han acercado a tu obra y tu vida desde entonces, que no cesan de ver la luz —esa luz que a ti se te negó tan pronto—, nuevas obras acerca del universo del poeta de la melancolía inalcanzable. La nómina es larga, John, muy larga, y sólo a modo de ejemplo te enunciaré algunos de aquellos que se han aproximado a ti: Charles Brown, Lord Houghton, Mary Shelley, Lionel Trilling, Julio Cortázar, Jane Campion, Antonio Rivero Taravillo, Alejandro Valero, Juan Carlos Mestre…, e incluso un servidor, que todavía no puede desprenderse de tu sombra.
Allá donde estés, tu recuerdo sigue indeleble entre los vivos, a pesar de la nula búsqueda de la belleza a través de la verdad que hoy nos rodea, como te he dicho antes. John, la voz del poeta que luchó contra su aciago destino se ha convertido en un símbolo que recorre las calles de Roma entre los velos del tiempo que se hacen corpóreos a cada instante, a cada brizna de césped que, procedente de los zapatos de aquellos que han visitado tu tumba en Campo Cestio, luego pueblan los adoquines de la bulliciosa ciudad eterna. Tu esencia y tu lírica se desplazan, con fuerza pero sin prisa, por todos aquellos recovecos de las almas humanas que necesitan ver y sentir más allá del lugar y el objeto que les ha sido obsequiado desde que nacieron. Hay que tener el valor de vencer al miedo, y acabar de subir la loma que divide el horizonte —cada día nos es más necesario—, como hiciste tú, para llegar a conocer qué hay en ese otro lado, material y corrupto, como éste, pero, sin duda, más liviano y natural, como todo aquello que se nos presenta como nuevo cada día.
John, desde este lado, el mar sigue siendo mensajero de grandes dramas humanos, pues ni eso hemos sido capaces de arreglar, pero también, igual que ese eco perdido en lo más profundo de una cueva, tus poemas sirven para concelebrar bodas y hacer del amor ese último lugar que conquistar y en el que quedarse a vivir: «Si yo fuera constante como tú, estrella lúcida/ no en brillo solitario suspendido en la noche/ y observando con párpados eternamente abiertos, como insomne eremita de la naturaleza,/ las agitadas aguas que en su sagrado empeño/ purifican las costas humanas de la tierra,/ ni mirando la máscara reciente de la nieve/ caída con dulzura sobre montes y páramos». Nada hay comparable a ese último sentimiento que tú reinterpretaste en forma de cascada, transparente y dichosa, sobre la que depositar el último hálito de nuestras vidas. Detrás de cada uno de tus poemas, persiste esa última necesidad de alcanzar lo imposible, como si el alma del hombre siempre estuviese condenada a esa eterna condena: «La belleza es verdad; la verdad, belleza —Todo eso y nada más has de saber en la tierra». Bellas palabras que escenifican ese sentir de las derrotas amargas. John, nuestro día a día nos sumerge en el lodo de la insulsa cotidianeidad que no produce grandes hazañas, más allá de la mera supervivencia, esa que tú buscaste con el ahínco que el destino te negó. Ahí está parte de tu leyenda, pues, si ese hubiese sido tu deseo, podrías haber presentado tu renuncia a la vida, que, de una forma milagrosa, se prolongó durante más de dos meses en la soledad de una Roma, oscura y extraña para ti, donde la luz poco a poco se tornó azul.
John, creo que ha llegado el momento de la despedida; esa que se vuelve incierta por ser compañera del silencio. Allí, donde te vuelva a encontrar, diré que una vez puse mi mano sobre tu memoria, infinita y apoteósica, como la mayor de las manifestaciones de la belleza que jamás haya visto o conocido. Quizá, por eso, el destino te llevó hasta Roma, un lugar donde descansar rodeado de múltiples pruebas de aquellos que muchos tildan como de imposible. John, la vida es como una sucesión de estaciones que de repente se para, ¿recuerdas?: «Estación de neblinas y fértil abundancia,/ compañera del sol maduro y fecundante,/ con quien conspiras para colmar y honrar con frutos/ las vides que rodean los aleros de paja/ y cargar con manzanas los árboles musgosos/ del caserío, henchir de sazón todo fruto,/ hinchar la calabaza, llenar las avellanas/ de una dulce semilla, y hacer brotar más flores/ y más flores tardías para que las abejas/ piensen que no se acaban las cálidas jornadas,/ pues rebosó el estío sus celdas pegajosas».
¡Hasta siempre, John!
Ángel Silvelo Gabriel