Lady Macbeth
El silencio que se sobrepone a la lujuria, el miedo que explora territorios donde siempre reina la derrota, o el poder de concentración de las miradas perdidas que expresan a la vez anhelo de venganza y determinación perversa a la hora de buscar con ansia una libertad engendrada por el deseo tan poderosa en sí misma que se nos muestra incapaz de ser aplastada, son, cada una de ellas, una buena aproximación al universo fílmico que nos propone el hasta ahora director teatral William Oldroyd a la hora de provocar a nuestros sentidos con esta versión de la novela Lady Macbeth de Mtsennsk del escritor ruso Nikolai Leskov. Esa tiranía expresiva que tan bien interpreta una inconmensurable Florence Pugh en el papel de Lady Macbeth nos deposita en la zona más oscura de los sentimientos, a los que su director dota de una generosa capacidad de intriga, misterio y desdén en el tortuoso camino que ella recorre para llevar a cabo sus maquiavélicos planes. En este sentido, la sencillez argumental se complementa a la perfección con los encuadres realistas y de matiz pictórico que decoran a esta tragedia sin más límites que el de la propia imaginación de la protagonista. En ocasiones, parece que estamos asistiendo a una obra de teatro si no fuera por el minucioso montaje que el director nos proporciona a la hora de ir mostrándonos las diferentes cualidades interpretativas de una Lady Macbeth inmisericorde, pero terriblemente atractiva de cara al espectador, al que remueve de su asiento en una magistral percepción de la venganza y el miedo que se lleva a convertir en terror, tras haberle mostrado antes sus grandes dosis de sensualidad a la hora de concebir el miedo como la mejor arma para disfrutar con plenitud del deseo que sólo busca las suficientes gotas de placer que sacien el instinto sexual del animal que la protagonista lleva dentro.
Lady Macbeth, a su vez, es también una propuesta trasgresora que se replantea más allá de los sentimientos de su actriz protagonista, pues de una forma más que arriesgada —quizá no tanto para la sociedad actual— nos muestra la confrontación de este drama ubicado en 1865 en la sociedad rural inglesa con actores y actrices negros que desempeñan los papeles conductores, y a la vez transgresores, de una historia que se desenvuelve muy bien en su afán de mostrarnos las cualidades de la venganza más allá del cliché de la sociedad victoriana a la que nos tienen acostumbrados los diferentes films británicos de época. Esa explosión cinematográfica tan reivindicativa a la hora de rasgarnos nuestros particulares estereotipos es, sin embargo, más academicista en cuanto a la puesta en escena, siempre sobria e iluminada con la precisión de aquel que nos muestra el corazón de las tinieblas con una absoluta devoción estética por el juego del contraluz y la elección de unos colores intensos y demoledores como el espíritu libérrimo de su protagonista. Magníficas son las secuencias en las que Florence Pugh posa con su vertiginoso vestido color azul, al que le proporciona las dotes de la verdad y la venganza con una mirada punzante.
Lady Macbeth es un cine de autor con amplias reminiscencias teatrales en cuanto a su concepción en la puesta en escena, pero también es una magnífica y transgresora propuesta que nos hace saltar todos aquellos clichés de nuestro imaginario victoriano, pues su director, William Oldroyd, no se pone límites cuando nos quiere remover nuestras conciencias a la hora de plantearnos el ansia de libertad engendrada por el deseo.
Ángel Silvelo Gabriel