LOCKE: ATRAPADO EN LOS LÍMITES DE LA CONCIENCIA. Por Ángel Silvelo

Nada importa salvo la propia decisión de seguir hacia adelante. Esa lucha, en la que uno sabe de antemano que va a perder, se transmuta poco a poco en un espejismo. Un espejismo que es igual que el juego de luces al que nos enfrenta el director de la película, Steven Knigth; un juego, con el quiere darnos solo una pista, esa que diluye la realidad en un falso sueño. Todos queremos ser libres y felices, pero todos estamos atrapados por nuestros miedos y esos falsos reflejos de los que se componen nuestras vidas. Perder atacando, morir justo en la orilla de la playa… y así hasta el infinito, en un catártico juego, donde los héroes dejan de serlo, y donde los deseos acaban siendo prisioneros de la verdad que, como un estilete, se instala en lo más profundo de nuestras entrañas. La soledad que desprende el protagonista, Tom Hardy, ante el mundo es casi tan sublime como las guitarras y los teclados de la banda sonora de Dickon Hinchliffe, que se pega a nuestras conciencias como una pesadilla, y que, gracias a ella, nos ayuda a soportar este viaje; un trayecto donde todos de alguna forma estamos atrapados. Atrapados en los enigmas de la conciencia más universal, la del derecho a equivocarnos y a reivindicar esa última responsabilidad que subyace tras nuestro gran error; el error también más universal…
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La noche en Locke también es el último refugio de una persona que siente esa necesidad de convertirse en el héroe de su propia derrota, y de paso, demostrarle a su familia y al mundo que él no es como los demás, y mucho menos como la sombra de su padre que, igual que un espectro, le persigue cada día de su vida. Tom Hardy no se puede permitir fallar allí donde otros sí fallaron antes que él, y le condenaron a una vida sin figura paterna. En ese nadar a contracorriente respecto del resto del mundo, asistimos a esa especie de magia que casi siempre se suele conseguir cuando lo resumimos todo a la sencillez y a la verdad, y juntando a las dos -desnudas-, cual almas condenadas a encontrarse hoy sí y mañana también, vemos la importancia de un buen guión en una buena película de cine, o de una excelente interpretación que roza la perfección, del mismo modo que lo hacen las voces que salen por el manos libres de un BMW cuatro por cuatro que a su vez hace las veces de hilo conductor de una aventura de derrotas no declaradas. La noche, las autopistas inglesas, y las luces distorsionadas que a cada poco nos muestra el realizador, nos introducen en un mundo que no es real, porque se asemeja demasiado a estar perdido en mitad del océano en una diminuta balsa sin una orientación más allá de las estrella del cielo, porque, en Locke, el mundo tecnológico no forma parte de la solución sino del problema, y es el soporte que sustenta a la soledad de un protagonista aislado en tierra de nadie. A lo que habría que añadir ese terrible enemigo que es el tiempo; un accidente vital que siempre juega en nuestra contra, aunque menos mal que siempre está la sabia madre naturaleza para recordarnos eso de quiénes somos y de dónde venimos, para lo que a veces solo hace falta escuchar el llanto de un niño.

Locke es un ensayo acerca del mapa de los sentimientos del ser humano, algo que deviene solo cada vez que el ser humano se tiene que enfrentar a una situación límite. Y es en esa frontera que divide aquello que es importante de lo que no lo es donde se producen las historias que merecen la pena ser vividas y recordadas por mucho que ellas siempre nos condenen a estar atrapados en los límites de la conciencia.

Ángel Silvelo Gabriel

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