Los juegos de la indignidad. Por Ana María Tomás

Ana María Tomás

Lo estaba viendo y no podía creérmelo. En el fondo, he de confesar que me gusta no haber perdido la capacidad de sorprenderme ya de las cosas que pueden ocurrir en este mundo de locos que habitamos. Fue este fin de semana pasado, en una noche de familia, castañas asadas y mucho cambio de canal televisivo cuando me di, de bruces, con un concurso de puja inverso. Es decir, un hombre de color, con un moñascón impresionante, pujaba contra una chica bastante mona con una melenita por el hombro, para ver quién se dejaba rapar la cabeza por menos dinero. Comenzaron por mil seiscientos euros y, bajo la batuta de Arturo Valls y Manel Fuentes, descendieron hasta ciento cincuenta euros, en donde el chico se plantó y dijo que por ese dinero él no se rapaba su pelazo. El auditorio quedó mudo cuando la chica dijo que ella sí lo hacía por ese dinero. Pero ese silencio se transformó en pasmo cuando, entre risas y con una falta total de respeto, igual que si estuviesen esquilando a una oveja, uno de los presentadores pasó la maquinilla afeitadora justo por el centro de la cabeza, del comienzo de la frente hacia atrás mientras que el otro pasaba otra, sin orden ni concierto, por otras partes de la cabeza. Compartí con los espectadores del programa el gesto: me llevé las manos a la boca al tiempo que mis ojos se salían de sus órbitas. El silencio, el estupor fue tan sonoro que alguien de la dirección indicó por el pinganillo al presentador que le dijera que le darían los mil seiscientos euros por lo “valiente” que había sido.

La chica lloraba y yo me preguntaba qué poderosas razones podrían haberla llevado a perder su pelo por el casi importe de una sesión de peluquería.

Leo en nuestro periódico, dos días después, que en Rusia, en un concurso televisivo para llevarse un coche, una chica de veintidós años fue brutalmente agredida, soportó que le raparan el pelo y que la tiraran al suelo con brutalidad, golpeándole la cara hasta hacerla sangrar, sin que nadie mediara en la embestida, sólo para intentar llevarse un coche que no consiguió. O sea, que al final, después de tanta indignidad, se quedó con dos palmos de narices, sangrantes para más inri.

Puedo entender que la estadounidense Suzanne Collins pergeñe una fábula como Los juegos del hambre, una novela de aventura y ciencia ficción en donde unos jóvenes han de luchar hasta la muerte mientras son observados por la televisión nacional, pero no soy capaz de aceptar como algo normal –y si escribo de ello es porque como yo son muchos los que pensamos así– que, en la realidad, las distintas cadenas televisivas compitan en concursos, suponiéndolos objeto de entretenimiento, en donde la dignidad humana quede reducida a nivel de cuánta audiencia ha logrado cada uno. Después de Gran hermano o la retrasmisión de un montón de cameos en una casa en donde poca diferencia hay con una de putas, pensé que habíamos tocado fondo, pero no. Después vino el Adán y Eva, o sea, más de lo mismo pero en pelota picada, aunque, según tengo entendido, después de escuchar hablar a los concursantes, en lo que menos se fija el espectador es en que vayan desnudos. De todas formas, imagino que el personal al que va dirigido el programa no tendrá en cuenta esas… pequeñeces de vocabulario. También hay otros concursos en donde las perrerías realizadas a los concursantes adquieren nivel de tortura: cantar, sin dejar de hacerlo, mientras se les sumerge en una tina llena de serpientes acuáticas, o reciben descargas eléctricas, o han de caminar sobre repelentes bichos. Y, no conformes con todo ello, nos quieren meter concursos en donde las personas han de luchar cuerpo a cuerpo entre ellas… ¿Por qué no volvemos al circo romano y lanzamos a unos cuantos a los leones a ver cómo se las apañan?

Dicen los historiadores que, por mucha violencia que veamos, esto es nada comparado con la violencia que ha sufrido la especie humana a través de los siglos; que ahora somos absolutamente civilizados. Y yo, no es que lo dude, pero, viendo la actual oferta y demanda, porque, claro, si no hubiese un público que hiciera subir la audiencia ante mierdas semejantes, no habría productores que se arriesgaran a realizar ese tipo de programas; pero, como les decía, viendo el panorama entiendo perfectamente que Isaac Asimov dijera que “La violencia es el último recurso del incompetente” porque puede que tengamos menos violencia que nunca, pero incompetentes… para dar y tomar.

Ana María Tomás

13/12/2014

Blog de la autora

2 comentarios:

  1. Hace poco le escuché a alguien decir que el hombre es, en el fondo, un ser primitivo que disfruta con la violencia; algo que a mí me resulta tan incomprensible como precisamente inhumano. Según eso, nada nos distingue de nuestros congéneres de cuatro patas y eso me hace dudar de si hemos evolucionado lo suficiente.
    Lo primero que me planteo al hablar de violencia es si uno no experimenta el dolor como algo horrible y piensa que los demás también lo sufren. En evidente que no, y esa falta de empatía la considero una enfermedad. Prefiero calificarla así a verlo como algo normal. Aunque, visto lo visto, puede que eso se haya convertido en la normalidad y habrá que preguntarse por qué.
    No sé, yo no tengo respuestas.
    Un pacífico abrazo.

  2. María José Martí

    Tiene mucha razón, estoy con usted en todo lo que dice , Ana María, y creo que hay mucha gente que piensa lo mismo, hay muchos canales televisivos y sólo emiten bazofia. Si emitieran buenos programas en horas punta la gente los vería, igual que ahora se ven tantas absurdas banalidades.
    La televisión es un instrumento de poder, una inductora de modas y comportamientos, pero parece que quienes poseen esa herramienta manipuladora no quieran tener ciudadanos inteligentes, sino entretenidos y dependientes zombis.

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