En la primavera de 1501, la costa de Valencia conoció las incursiones de un pirata turco, ducho y bravo, el Bajá Kemal Reís, quien, al mando de una sola galera galocha, consiguió apresar tres medias galeras de culo de mona, más cuatro carabelas, todas ellas españolas, en las que viajaban varios desgraciados que habían culminado la tercera travesía con Colón, los cuales, cuando ya se creían salvos y lejos de los hideputas de los caníbales caribeños, vinieron a toparse con los bien conocidos, casi familiares, hideputas de los turcos, los cuales no tardaron ni medio día en caparlos para que sirvieran de camareros en los harenes de su Anatolia natal. Sólo se libró uno de ellos, del que sabemos que era un vizcaíno de ciertas letras, evidentes luces naturales, buenas mañas de cartógrafo, y gran agilidad teológica a la hora de convertirse al Islam, todo lo cual le llevó a perder para siempre la gracia y el favor del Dios Verdadero; pero le permitió conservar lo del día de la boda y servir como asistente personal de Kemal Reís. Fue en el palacio de éste, en Estambul, donde el recién converso conoció al sobrino del Bajá, el cartógrafo Piri Reís, quien trabajaba en la composición de un completo atlas mundial, proyecto al cual se sumó el vizcaíno, quien traía memorias y apuntes de la expedición americana en la que había participado junto a Colón. Juntos, pues, elaboraron una serie de mapas precisos y preciosos, la mayoría de los cuales representan las costas mediterráneas, y a los que unieron, por vez primera, una representación muy fidedigna de las recién descubiertas costas de América.
Esta colección de mapas se guardó durante siglos como un secreto de estado en la Biblioteca Sultanal de Ahmed III, que es la principal fuente de la historia administrativa de la Sublime Puerta. Desde siempre los mapas fueron obras de arte y llaves secretas del poder de las naciones, en Turquía y en todo el orbe civilizado; en China, incluso, hubo dinastías que no consintieron más mapas que los pertenecientes al Emperador. Oriente contempla aún con un respeto casi sagrado a los cartógrafos y todavía hoy es común escuchar entre los intelectuales turcos que el mayor de los tesoros que contiene el Palacio de Topkapi es, precisamente, esta colección de mapas de Piri Reís, lo cual es muchísimo decir, como sin duda entenderán todos aquellos que hayan cruzado las puertas de Topkapi, uno de los puntos del Universo en donde se hace más presente la sensación de refinamiento cultural, toda vez que se trata de un repositorio infinito de tesoros artísticos sin cuento: cerámica del Japón, tapices de Flandes, brocados en oro de Benarés, orfebrería de Siam, marquetería osmanlí, vajillas inglesas, espadas damascenas…, así como montañas de tesoros stricto sensu: oro, plata, ámbar, jade, marfil, perlas, piedras preciosas en cantidad, tamaño y pureza insólitos…
La cultura turca, sin embargo, prefiere los viejos mapas, dado que fue y es muy del libro, de la caligrafía, del documento miniado y de la cartografía, como lo eran los monjes bizantinos con quienes tantísimo aprendieron sus fieros conquistadores. Occidente, en cambio, parece haber reservado los mapas para la guerra y para el verano, que es nuestro tiempo de los sueños, de las aventuras y de los viajes; también esperamos al verano para sumergirnos en esos otros mapas que dibujan con palabras bien medidas los países y regiones de nuestro mundo interior. A Dostoievski o a Truman Capote debemos la cartografía rigurosa de los placeres y las culpas de la mente criminal. Quien no haya leído a Shakespeare no sabrá trazar las fronteras de su ambición, ni podrá encontrar los ríos por los que fluye la verdadera piedad.
Y el mejor, Garcilaso, a quien le bastaron treinta palabras más una hipálage perfecta repartida entre dos versos para pintar un mapa en negro, de una elegancia terrible, con cuyo conocimiento no habremos de perdernos nunca en el umbrío país de las tristezas:
(…) El cielo en mis dolores
cargó la mano tanto,
que a sempiterno llanto
y a triste soledad me ha condenado;
y lo que siento más es verme atado
a la pesada vida y enojosa,
solo, desamparado,
ciego sin lumbre en cárcel tenebrosa.
Franciaco Giménez Gracia
Artículo publicado en el diario «La Opinión», de Murcia, el sábado 19 de julio de 2014, de la serie Los placeres y los días.