El amor como el gran motor que mueve el mundo. La fantasía como el gran sustento que precisa el amor para sobrevivir. Esas podrían ser las dos premisas de las que parte Milan Kundera a la hora de plantearnos el conflicto entre Chantal y Jean-Marc. Sin embargo, la ambición del narrador va más allá y transita sobre la realidad y la ficción, el espejo y su imagen como herramientas o artilugios que le sirven al autor para hacernos pensar sobre nuestra vida real y aquella que soñamos, y así de paso, llevarnos a su terreno; un campo de batalla que representa lo que podríamos denominar como la cosmología que divide a la fantasía y el amor. Siempre hay alguien que en tono jocoso nos recuerda: “ten cuidado con lo que deseas porque corres el peligro que se haga realidad”, y en esa terrible tragedia de los deseos cumplidos, es donde acaba sumida la protagonista femenina, una Chantal poderosa, enigmática y dual, como duales son sus acciones y sus pensamientos, sus sentencias declaradas y sus deseos no confesos. A lo largo de nuestra vida nos pasamos anhelando cosas materiales, deseos, experiencias, sentimientos, pero nos suele ocurrir que, cada vez que éstos se hacen realidad, no nos satisfacen como habíamos previsto. Quizá, porque deseo y realidad nunca se corresponden al cien por cien. Chantal navega en el mundo de los deseos y la ruptura, que, sin embargo, no va a aceptar en el momento que éstos se convierten en realidad. Jean-Marc trata de complacerla y demostrarle su amor infinito, eterno, sin límite, pero también es víctima de sus propios deseos. Complacer nunca resulta fácil y menos en la figura de una mujer que, cuando ya lo ha perdido todo, no necesita buscar, sino sentir. Libre de ataduras reales necesita encontrarlas en las encrucijadas de sus pensamientos, que rebotan en su vida de una forma distinta y desfigurada como el reflejo de su propio cuerpo en un espejo, idéntico pero no igual. Chantal no se reconoce a sí misma en sus actos, como nosotros tampoco nos reconocemos delante de nuestros particulares espejos, que cada vez más, se empecinan en devolvernos nuestra propia imagen deformada y con más aristas. Las experiencias que conllevan el paso del tiempo son esas huellas que no vemos reflejadas en ninguna parte salvo en el alma, pero que sin duda están ahí, dentro de nosotros mismos en forma de accidentes vitales.
El amor también como identidad del otro, lo que nos lleva a mimetizarnos con él y a diluirnos en su esencia. Esa necesidad de amar y ser amado se transfigura en la unión física y espiritual del cuerpo y el alma. Amar para perderse en el fondo de la persona amada. Amar para no tener que revisar nuestro pasado y simplemente cargar con él. La técnica narrativa que emplea Milan Kundera para hacernos ver la experiencia identitaria de una misma experiencia en Chantal y Jean-Marc, es sumamente sencilla, pero acertada a la vez, pues la misma escena primero la narra el escritor en un personaje (desde la lejanía de la tercera persona), e hilando una frase o un pensamiento, la traslada al otro, en capítulos cortos y encadenados que, como los pensamientos, se van solapando en múltiples flashback mentales. En ese rico universo de los pensamientos muchas veces no expresados, reside otro de los puntos fuertes de la novela que, poco a poco va creciendo en intensidad, hasta acabar en un ejercicio narrativo onírico y caprichoso con el que el autor nos quiere dejar pensando, pues el amor como gran motor que mueve el mundo, para Milan Kundera, es un magnífico espacio para la reflexión.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.