El rugir de las olas
«La cura para todo es siempre agua salada: el sudor, las lágrimas, el mar».
Karen Blixen
«La poesía de Tsvietáieva es como el mar, un impulso constante preso en su movimiento. “Y éste es lo mismo que el amor.”»
José Luis Reina Palazón en el prólogo de TSVIETÁIEVA, Marina. Antología 100 poemas.
Hay espacios que son inmensos e inabarcables, y en su inmensidad, los hacemos nuestros, porque creemos que son el mejor escondite para nuestros sueños. El mar puede ser uno de esos lugares donde esconderse y recapacitar, pues lo convertimos en un trasunto de la vida en el que volcar nuestras desdichas, y a su vez, intentar curarnos las heridas del alma. Así, el mar y la sal son la pócima mágica a la que encomendar nuestra maltrecha salud, pero no sólo eso, porque el mar, las olas, y la espuma que, éstas generan ante nuestros ojos, son el verbo licuado donde el amor se expande y se contrae hasta redimir nuestros deseos. Deseos tintados con el color de la arena de una playa que se transforma en el terreno firme sobre el que esparcir nuestros recuerdos; una playa que es única porque es nuestra, y que es nuestra, porque en ella dejamos al criterio de los vientos las huellas de un amor que se escapó de nuestras manos con el vaivén de las olas, pues sabemos que el mar es un constante movimiento; un movimiento que representa al amor: apasionado cuando entra y desdichado en cuanto sale.
Las heridas del amor y su recuerdo se dan la mano en este poemario de Natalia Marca, Heridas de sal, en el que se concitan todas aquellas verdades y mentiras presentes en nuestros sentimientos más profundos cuando se trata de lamernos las heridas del desamor. Sus versos y sus poemas recorren espacios solitarios y tumultuosos como solitario es ese rugir de las olas que nos atrapa bajo la última luz del atardecer, y ruidoso es el sonido de los truenos que preceden a la tormenta. «Y se creía imperfecta/ y era la reina del mundo,/ se lo comía a bocados.», nos dice la autora al inicio de este viaje sensorial a través de las metáforas que adornan al mar, la mar, la sal, las olas y su espuma, la playa y su arena. Es verdad que ya no hay tiempo en la inmensidad de la playa para hacer castillos de arena aunque persista el miedo a dejar de ser niña, quizá, porque ese sea el espacio de la verdad sin fisuras, de la inocencia exenta de maldad, del amor en blanco… Heridas de sal es el despertar de un sueño que empezó al final de un verano y que termina tras el invierno. Lánguido sueño el de la amante que, en la voz de la poeta, lucha contra el abandono que desencadenan los recuerdos: «Me llenaste decaprichos la piel/ y ahora sufro en otras manos/ el inconformismo desmedido/ de la palabra AUSENTE». Sin embargo, también hay un lugar para la heroína que lucha por sobreponerse a sus propias cenizas, y así, el lamento deviene en esperanza para desafiar al mundo —y a sí misma—, cuando nos recuerda que las miserables victorias acaban en épicas derrotas. De ahí, que nuestra heroína busque refugio en el mar por su hábil capacidad para borrarlo todo, y de paso, para ofrecernos la posibilidad de un nuevo inicio, de un nuevo amor, de una nueva vida, y sobre todo, de ser libres otra vez. Una libertad que todavía se muestra frágil en la voz de la poeta, pues pende de un hilo muy fino, pero ello no es óbice para rescatar del olvido los buenos recuerdos del amor anhelado y fallido, cíclico y aciago, oculto y liberado.
Natalia Marca, en Heridas de sal, ha dotado a sus versos de la esplendidez de la memoria. Memoria líquida en forma de agua y sus múltiples vertientes: lluvia, tormenta, río, mar, H2O, agua… Memoria reivindicativa pero silenciosa, libre e íntima a la vez, a través de la que recorre los huecos que el desamor deja en los recuerdos, igual que un windsurfista hace con una gran ola. Una ola contra la que lucha denodadamente por superarla y erigirse como un dios sobre su cresta. Olas que son igual que tsunamis del tiempo, y dentro de ellas, el mar. El mar como espacio de ese tiempo que nos proporciona la posibilidad de las emociones, pues de esa etérea naturaleza —inabarcable como inabarcable es la inmensidad del mar—, es de la que está hecha este poemario que busca en los recuerdos la herida que ya no se oculta. Decía John Keats en un extracto de su poema Acerca del mar: «El mar conserva eternos sus murmullos en torno/ de playas desoladas, y con su recio embate/ inunda mil cavernas, hasta que el sortilegio/ de Hécate les deja su sombrío sonido.» Y Natalia Marca toma nota de ese murmullo que, a través de sus poemas, se convierte en el rugir de las olas.
Ángel Silvelo Gabriel.