NEBRASKA, DE ALEXANDER PAYNE: Los contrastes de la soledad. Por Ángel Silvelo

No hay nada más conmovedor y perturbador, a la vez, que ver a Bruce Dern perdido en el arcén de una autovía o en la acera de una calle desconocida, pues su figura, sus movimientos y su actitud ante la vida se asemejan demasiado a las de un hidalgo del estilo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en su lucha por un sueño. En una sociedad a la que se le ha despojado de la virtud de los sueños, y que está más necesitada que nunca de historias donde una aparente locura se transforme en algo más, quizá en la más bella de las derrotas, la película Nebraska es un lienzo lleno de esperanza, por más que esté pintado con los colores que mejor definen los contrastes de la soledad, igual que si nuestras vidas no fueran sino un ligero obstáculo del viento que mece los frutos de las tierras de labor sin llegar a depositarse en ninguna de ellas. Una vez más (en la reciente Agosto de John Wells también

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sucedía) asistimos absortos ante la belleza de la naturaleza: sobria, sabia e inmune ante el paso del tiempo y que, en Nebraska, también se convierte en el gran contrapunto de la exigua existencia del ser humano a través de unas bellísimas instantáneas que nos hacen sentirnos más libres, como solo nos ocurre al salir del vientre materno. Su poder, es verdad, lo realza la exuberante fotografía en blanco y negro que adorna a toda la película, y que, sin apenas darnos cuenta, nos despoja de todo lo superfluo desde el primer fotograma. En este sentido, al horizonte, al sol, a las tierras de labor e incluso a los árboles, no les hace falta dar grandes saltos, sino tan solo permanecer en silencio, en una especie de mutismo infinito. Un silencio que, en este caso, se asemeja mucho al del protagonista, Woody (un soberbio Bruce Dern), que afronta con grandes dosis épicas el reto de ir a cobrar un premio inexistente de un millón de dólares; una entelequia a la que él hace frente como si fuera su última aventura, cual cowboy despojado de sus cartucheras. El heroísmo de las personas anónimas y de esa otra América no profunda, sino profundamente olvidada, se dan la mano en este lírico, melancólico y conmovedor retrato de la soledad, donde Alexander Payne de nuevo se detiene en la aparente y oscura normalidad del ser humano (A propósito de Schmidt o Entre copas). Sin embargo, a poco que uno muestre un poco de sensibilidad, y se pare a reflexionar sobre lo verdaderamente importante que nos sucede a lo largo de la vida, se dará cuenta del auténtico significado de la señal de petición de ayuda que Woody emite en silencio y en forma de tozuda locura, pues lo que para el resto del mundo representa nada más que irracionalidad no es sino un grito de silencio en lo más profundo de su alma, que solo se refleja en forma de eco en el falso certificado con un premio de un millón de dólares que lleva guardado y grabado cerca del corazón. Entonces, ¿quiénes son los cuerdos, Woody o el resto de su familia y amigos? Una cuestión esta que no admite discusión y que queda claramente resuelta cuando el director nos muestra las relaciones familiares de los Grant.

Además, Nebraska es también el reencuentro entre un padre y un hijo, donde asistimos a esas necesarias dosis de ternura que, al final, los más jóvenes vierten sobre el carácter desgastado de sus progenitores. Unas difíciles relaciones paterno-filiales que, como las aristas de un cubo, buscan cobijo en el silencioso paso del tiempo, pero que, sin embargo, se redimen cuando esa otra virtud que posee el ser humano, como es la bondad, a veces las doblega. Reencontrarse en este caso es claudicar ante un destino, quizá el final, pero también es hacerlo primero ante uno mismo, para luego poderle dar la mano al otro, como mejor signo de poder descansar en paz y evitar el sempiterno contraste de la soledad al que nos condena el día a día.

Ángel Silvelo Gabriel

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