Al contrario de lo que ocurre en el último relato de esta recopilación de cuentos de mujeres, el sol se pone tras el horizonte mientras imagino las palabras que van a adornar las semblanzas de unas vidas que nadie antes quiso contar hasta que encontraron la voz reconvertida en palabras de Paz Martín-Pozuelo. Historias de vidas y retazos de recuerdos que intentan recuperar la tradición oral de la transmisión de sentimientos y vivencias. Una técnica narrativa que ya está presente, por ejemplo, en Las mil y una noches de Scherezade, pero que también empleó Paul Bowles con Mohamed Mrabet y Mohamed Choukri. Aquí, sin embargo, Paz Martín-Pozuelo escarba en todas aquellas voces que le traen recuerdos; resonancias que, como una gigantesca campana de cristal, convierten historias antiguas en palabras nuevas recargadas con esas grandes o pequeñas dosis de literatura a veces necesaria para recubrir la realidad, evocadora e incandescente unas veces, aterradora y cruel otras. Todas estas enseñanzas de vida guardan un tesoro en forma de giro final, que se torna mágico y trascendente casi siempre, aunque en ocasiones también resulta cruel y demoledor. Lo mejor de estas piezas de vida son sus finales, muy bien resueltos por su autora, pues nos dejan con esa incertidumbre necesaria a la hora de replantearnos la vida, nuestra vida. De todas ellas, me quedo con la primera, Magdalenas de barro, una pequeña obra maestra que juega muy bien con la tensión y la técnica del relato corto, donde la muerte de la madre contiene un trasunto metafórico digno de las mayores de las alabanzas: sencillamente genial. Algo que también atesora, aunque de una forma menos contundente, el segundo de los relatos, El secreto del tío Ángel, donde la metáfora de la lumbre se convierte en el mayor de los enigmas y de los sentimientos posibles dentro de lo que llamamos vida. En este sentido, cabe decir que, en esta colección de relatos, el fuego se transforma en la mejor de la comparaciones de la existencia del ser humano, pues, cada vez que se evoca, inicia de una forma incierta la senda de una nueva historia que late casi por inercia, pero que, a medida que avanza, coge la fuerza suficiente como para traspasar el miedo a romper las entrañas de aquellos miedos que nos matan poco a poco sin darnos cuenta y nos derrumban como si cayéramos en la más profunda de las simas, pero que, al final, se vuelve a calmar para terminar en esa paz infinita que simbolizan las ascuas de una hoguera. Fuego como fuente de vida, pero a su vez como milagro al que acogerse y como reto en el que inmolarse para volver a renacer; todo cabe dentro de esa metáfora flamígera. Hay mucha necesidad de volver a ser de nuevo en la mayoría de los personajes de este El más hermoso de los milagros. Necesidad de vivir una vida más acorde con los sentimientos que nos mueven en el día a día, donde la mentira, el rencor y ese miedo que es capaz de convertirse en el peor de los ogros sea solo un mal recuerdo.
Paz Martín-Pozuelo consigue aquello que se propone al iniciar el camino de la ausencia del silencio, pues sus palabras son ese altavoz que otras mujeres no llegaron a encontrar, y que ella, atenta y tenaz, ha rebuscado en el fondo del cofre de sus recuerdos. Recuerdos de niña silenciosa, de joven inocente y de mujer valiente que, al alcanzar ese zenit de la vida donde ya casi nada importa, salvo aquello que de verdad es importante, se muestra decidida a dar voz a esas personas atrapadas por el sello milenario que enmudece al mayor de los ecos y se resigna al silencio. Esa recuperación de las costumbres y la transmisión oral de los sentimientos y del último significado de la vida son como esa llama que se apaga y se vuelve a encender en ese infinito juego en el que la palabra siempre es el testigo de la humanidad. Ahora que parece que se nos quiere imponer la palabra-tecla por encima de la palabra-rasgo, en estos cuentos aún somos capaces de acariciar ese dibujo que las palabras trazan sobre una hoja de papel que, según van avanzando, buscan la última certeza de la vida, como si todo se redujera al más hermoso de los milagros.
Ángel Silvelo Gabriel