«La literatura es magia, es aparecer entre la gente sin estar físicamente, es entrar en las almas sin tener que tocar la puerta».
Doménico Cieri Estrada.
Salvo aquellos que deben ser fieles a los hechos, cronistas históricos, sociales o periodistas; los escritores de cuentos, relatos y novelas “engañamos” al lector, sí… Pero ¿qué significa esto?, ¿somos (nos creemos) una especie de magos de las palabras? El escritor, en general, crea mundos ficticios, personas imaginarias y se inventa lo que escribe, pero, si esas mentiras están bien argüidas, el lector transigirá, le gustará entrar en ese universo de fantasía que desplegamos para él.
Ramón Alcaraz, escritor, editor y experimentado profesor de diversos talleres de escritura, afirma:
«El concepto ‘engaño’ es aquí relativo, ya que en realidad el lector admite la ‘trampa’, que el relato lo lleve por donde no había imaginado, para ser sorprendido al final; pero hay que hacerlo bien (argumentar tu ficción con elegancia…). Digamos que es un problema de coherencia, de no contradecirse dentro de una historia… Es decir, ‘engañar’ es un concepto relativo; podemos ‘engañar’ al lector narrativamente hablando, pero siempre con coherencia dentro de lo que inventamos. Si el lector no aprecia o descubre ese ‘engaño’ con error, sino como recurso, significa que se ha hecho bien, y entonces lo admite y le gusta. Tendríamos también que analizar cada caso, pero es algo muy evidente para los lectores».
Por ejemplo: supongamos que leo una novela con una línea argumental muy interesante… Emily, el personaje principal, es una mujer ligera de cascos, frívola y licenciosa. En apariencia, no es retorcida o manipuladora; pero es fría y le gusta calcular las distancias. Disfruta mucho flirteando con hombres más jóvenes, pero el sexo lo reserva para hombres maduros y experimentados con los que su voluptuosidad se desborda como la crecida de un río sin presas. La trama, un misterioso asesinato, gira en torno a esta mujer. A medida que avanzas en la lectura, te enamoras (literal) del personaje de Emily. Algunos imaginarán vivir esa misma pasión en sus encuentros sexuales y proyectarán la sombra de sus propios deseos latentes, reprimidos o encubiertos por la educación. Las mujeres querrán imitar la fogosidad de Emily y los hombres imaginarán un encuentro con ella… Seguimos adentrándonos en la narración, en el complejo bosque de palabras: aparece el cadáver de un hombre joven, muy atractivo, totalmente desnudo flotando en el río… Emily es la primera sospechosa, sin embargo (si recordamos) ella sólo tonteó con los jóvenes, el contacto más íntimo lo reservaba para caballeros más mayores. Desde este punto de vista, la podemos ir salvando de la quema porque, en el fondo, nos gusta Emily; es frívola, pero de ahí a ser una asesina va un trecho. De repente y sin que el lector (o sea, nosotros) hayamos leído una evolución evidente en el personaje, una transformación causal, Emily se convierte en una mujer timorata de la noche a la mañana que detesta a los hombres y encima se va a sentar en el banquillo de los acusados… Es evidente que como lectores y seguidores incondicionales de Emily nos sintamos “engañados” por el escritor. Engañados y defraudados, las dos cosas. El mundo de ficción creado por la trama y los personajes no están bien argumentados. ¡Piii-piiii-piiiii! (suena el avisador). Quizás el escritor, con objeto de apurar la historia, se comió unos cuantos capítulos en los que la fría Emily se enamoraba hasta la locura de un atractivo muchacho, veinte años menor que ella. El zagal, frívolo y descastado como ella, no siente lo mismo y, cuando Emily le declara su amor, él la humilla y la abandona… Quizás, con estos devenires extraviados u omitidos, podría ser más creíble un cambio drástico en la protagonista, de licenciosa a pacata y además cabreada con el género masculino; incluso el lector sería capaz de admitir que fuera ella la asesina aunque con ello tuviera que derribar los ideales que se había fabricado sobre esta mujer… Con esta historia, además de engañados, nos sentiríamos también desilusionados. Emily es el traje a medida que el sastre de las palabras va diseñando para el lector; un dobladillo aquí, unos cuantos bolsillos por allá, un buen forro… Queremos que ese traje nos encaje a la perfección, no puede suceder que, por ejemplo, los bolsillos cuelguen flácidos y veamos varias costuras sin rematar porque el sastre tenga prisa o quiera ahorrarse los pasos necesarios para acabar bien su trabajo. No sólo admitimos que Emily es un personaje inventado, cosido paso a paso, es que además nos gusta; por eso la invención debe ser coherente para que el traje nos quede perfecto. Debemos entender por qué, de repente, Emily se vuelve una mujer reservada y cambia su actitud con los hombres. El lector necesita saber qué le ha ocurrido, el sastre no puede (ni debe) saltarse costuras… Si todas las mañanas me tomo el café en el mismo bar, me lo sirve un camarero que siempre me da los buenos días y es muy amable conmigo; si una mañana me mira con cara de pocos amigos y además me lo sirve frío, lo normal es que me pregunte qué le ha podido suceder para que, sin explicación alguna (para mí), cambie su actitud conmigo. Pero tengo la suerte de contar con otra camarera que me lo cuenta: la otra mañana se me derramó el café, le pedí otro como si tal cosa y ni siquiera le di las gracias por intentar atrapar con toda su paciencia aquella mancha marrón que se escapaba por mi asiento. Las personas, aunque sean invenciones dentro de un mundo también fantástico, deben ser cien por cien creíbles, igual que en el mundo real; no se cambia de la noche a la mañana sin una buena razón, a no ser que se tengan problemas mentales, claro, y no es el caso de Emily o de nuestro amable camarero.
Como dice Gilbert K. Chesterton, un escritor inglés del siglo pasado: «Una buena novela nos dice la verdad sobre su protagonista; pero una mala nos dice la verdad sobre su autor».
Mar Solana
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