Sobre la democracia real
La sociedad actual no es homogénea: ni ideológica, ni cultural, ni económicamente. Los vínculos que en otro tiempo sirvieron para crear grupos más o menos homogéneos (tribus, clanes, etnias, pueblos), basados en la identidad, han sido sustituidos por el único elemento posible hoy de integración social: la pertenencia a una comunidad política.
Pertenecer a una comunidad política es un hecho ineludible, obra del azar, del que uno sólo puede desvincularse mediante un acto explícito y voluntario. No depende, por tanto, de ningún sentimiento ni de ninguna voluntad previa. Yo soy español pública, social y legalmente, y este hecho no depende de mi ideología, mi lengua, mi cultura o mi situación económica. Mi sentimiento de pertenencia puede ser fuerte, débil o nulo, pero esto no cambia para nada lo fundamental: el reconocimiento de mis derechos y obligaciones como miembro de la comunidad política llamada España. La forma que hoy adopta esta comunidad es la de un Estado democrático, del que es inseparable. Ser español es, por encima de todo, ser ciudadano de un Estado Democrático. La condición de ciudadano demócrata es, en consecuencia, el elemento común de todos los españoles.
Como puede deducirse de estos principios, la palabra clave, sin la cual todo puede custionarse, es «democracia». Toda discusión que no tenga en cuenta que nuestros derechos se fundamentan en el hecho de pertenecer a una comunidad política democrática carece de sentido. Quienes hoy cuestionan la democracia no están sólo atacando una forma de gobierno, sino al fundamento de la sociedad actual. Lo mismo podemos decir de quienes pervierten y usan la palabra democracia para encubrir todo lo contrario. Es fácil de entender: dentro de la democracia, todo; fuera de ella, nada de nada. Y todo el mundo sabe qué es la democracia: el respeto a la voluntad de la mayoría, con independencia de las formas concretas que adopte el ejercicio de esta voluntad. Es la comunidad política en su conjunto quien decide por mayoría todo aquello que le afecta, empezando por su propia constitución.
Establecido el principio democrático como fundamento de nuestras relaciones sociales, cabe exigir que todas nuestras instituciones apliquen rigurosamente este principio y obliguen a todos los ciudadanos por igual a respetarlo. Significa esto que sólo podemos señalar un línea divisoria básica dentro de nuestra sociedad: demócratas/antidemócratas. Cualquier otra división basada en lengua, la religión, la condición económica, el lugar de nacimiento, el sexo, etc., no puede anular esta distinción fundamental.
Es fácil comprender que un corrupto es un antidemócrata que roba; que un secesionista es un antidemócrata que usa el engaño, la amenaza y violencia encubierta para destruir la comunidad política a la que pertenece para sustituirla por otra de raíz totalitaria; que un populista es un antidemócrata que usa la democracia de modo instrumental para alcanzar el poder; que quien utiliza el insulto, la injuria, la mentira, como arma política, es un antidemócrata que se ampara en la libertad de expresión para socavar esa libertad; que un juez que prevarica es un antidemócrata; que un político que organiza una trama de financiación ilegal de su partido es un antidemócrata; que quien somete el poder judicial a los intereses de su partido es un antidemócrata que destruye uno de los fundamentos de la democracia; que un empresario que usa su poder para poner al Estado a su servicio es un antidemócrata; que un evasor fiscal es un antidemócrata…
Viene ahora muy a cuento recordar aquel eslogan que dio origen al movimiento del 15-M, que luego acabó pervirténdose y convirtiéndose en ese conglomerado de Podemos, donde se mezclan hoy por igual demócratas y antidemócratas. «Democracia real» se autodenominaba la plataforma inicial de aquel movimiento. Que la democracia no fuera una etiqueta engañosa, pura hojarasca política, mero instrumento de manipulación social; que la democracia fuera el verdadero poder de la mayoría, llevándola allí donde se ocultaban los corruptos, los ladrones, los banqueros codiciosos y egoistas, los políticos amparados en la impunidad y el desprecio a los ciudadanos, los empresarios prepotentes y carentes de ética y sensibilidad social, etc.
Este eslogan venía a decir que todos estos personajes, más o menos identificados por sus actos, despreciaban a la democracia real y preferían el simulacro de una democracia de papel. Lo que no advirtieron los iniciadores de aquel movimiento es que la solución no pasaba por sustituir a unos antidemócratas por otros, ya fueran éstos populistas, independentistas o plurinacionalistas, sino en promover lo que ahora otros ya están intentando: la construcción de una izquierda radicalmente democrática que defienda sin complejos la comunidad política que nos une y garantiza todos nuestros derechos: la España democrática.
Santiago Tracón
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