Sobrevivir en el mundo del yo, yo, yo. Por Carmen Posadas

Quinceañeros que se hacen selfies caminando por el pretil de edificios de cincuenta pisos; un padre de familia que cuelga en internet su «proeza» de conducir a 250 km por hora con un bebé al lado; infinitos blogueros, tuiteros y facebookeros que retransmiten en directo todas sus intimidades pero también sus más absurdas banalidades, lo que desayunan (¡Este cafelito está para que pongan un piso!), almuerzan (¡No hay salmorejo como el tuyo, ole mi churri!), meriendan, cenan, ven, oyen, sienten, y así hasta el agotamiento. «Vivimos una auténtica pandemia narcisista», afirma Keith Campbell, profesor de la universidad de Georgetown y coautor de Generación yo, junto con Jean Twenge, todo un bestseller por razones obvias. ¿A quién no le gusta que le hablen de sí mismo? Fue Freud quien acuñó el término narcisismo en recuerdo del bello y vanidoso Narciso, personaje de la mitología griega que, incapaz de amar a otras personas, murió ahogado en un lago al enamorarse de su propia imagen reflejada en el agua. Que siempre ha habido personas egocéntricas, vanidosas y encantadas de haberse conocido es una obviedad, pero nunca hasta ahora había habido  tal cantidad de narcisos por metro cuadrado, tal sobredosis de adoradores de su propio ombligo. Como las personas que mueren cada año arrastradas por las olas al intentar inmortalizarse (y nunca mejor dicho) ante un mar embravecido; u Óscar Reyes que, prometiendo a sus amigos mandarles una foto «superoriginal», se colgó de la puerta del cuarto baño vestido de Bob Esponja y se desnucó contra el retrete. Cada día se suben a Instagram ochenta millones de fotografías y la gente es capaz de cualquier cosa con tal de lograr un puñado de los tres mil quinientos millones de likes que estas generan diariamente.  El  narcisismo,  además, es acumulativo. Según estudios, los usuarios que se sacaron más fotos el año pasado mostraron un incremento notable en su nivel de egotismo.  Elemental, querido Freud: después de tener éxito con una chuminada hay que hacer otra mayor y luego otra y otra para mantener alto el pabellón, me cachis qué grande soy. Tener impacto en las redes genera notoriedad pero  también dependencia y a la vez pavor. Pavor al vacío de un post, a la ausencia de likes. ¿Y qué es uno sin un like? Un paria, un cero a la izquierda, un perfecto zombie. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Obviamente la irrupción de internet y sus derivados en nuestras vidas  juega un papel esencial y tiene un efecto multiplicador. Pero la tendencia al yoísmo existía ya, sobre todo en las sociedades avanzadas, y con ella una inédita forma de infelicidad. Desde que el mundo es mundo la gente se mide constantemente con respecto a los demás. Antes de que los medios de comunicación de masas entraran en nuestra cotidianidad uno se comparaba con las personas de su entorno. Con la dueña del colmado de la esquina, con el hijo del notario y/o todo lo más con el rico de su pueblo. Las comparaciones con personas cercanas era asumible, muchas veces favorable y por tanto reconfortante. Ahora, en un mundo global e hiperconectado, las comparaciones se hacen con personas que no son nuestros pares, con las estrellas de Hollywood, con los ricos y famosos. Si a esto unimos que nos han vendido la milonga de que en esta vida el éxito está al alcance de cualquiera y que, abracadabra, con solo desearlo lo suficiente, uno puede convertirse mañana en  un Steve Jobs, en una  Olivia Palermo o, más modestamente, en una  Belén Esteban, ya tenemos todas las papeletas para la frustración. Y para paliar el desencanto nada mejor que aspirar a la chatarra de la notoriedad. A esos cinco minutos de gloria a los que, según el profeta Warhol, todo el mundo puede acceder hoy en día. Ahí es donde el narcisismo anida y florece. Mejor, por tanto, morir haciéndose un selfie que vivir en el anonimato. O —tal como sugirió el ignoto creador del Carmen Posadasinmortal personaje de Narciso— mejor ahogarse en busca de una quimera que mirar en derredor y amar, sentir, o gozar con lo que tiene uno aquí cerca, al alcance de la mano, pequeño tal vez, pero al menos real, no virtual.

Carmen Posadas

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