A veces, la vida de una persona cabe en apenas veinticuatro horas, pues la repetición de su día a día es tan monocorde como insignificante. Esa es la afirmación que, al menos, se desprende de la descripción que Wolfe hace de un viejo editor, decrépito y trasnochado, que no supo salir a tiempo de su particular madriguera. Decadencias aparte, El viejo Rivers es el retrato de un editor que se mató a sí mismo, sobre todo, si nos mantenemos fieles al stricto sensu que del mismo nos realiza Thomas Wolfe en este pequeño ensayo acerca de las perversiones más ruines y viciosas del ser humano. Wolfe aprovechó, sin duda, esta nouvelle para ajustar cuentas; pero no es menos cierto que lo hizo de una forma brillante, pues ese es el estilo de su escritura, y este relato, al que quizá podríamos definir como de antipoético (sobre todo si lo comparamos con el resto de su obra), no por ello deja de serlo, pues tiene una fuerza en su estilo que no dejará indiferente a quien lo lea. En este sentido, cabe destacar una vez más que su capacidad de observación del ser humano es infinita, tanto como sus prolíficas y maravillosas descripciones, que, en este caso, se detienen minuciosamente en las íntimas perversiones de un viejo editor, el señor Rivers, aunque ahora todos sepamos que en realidad se trata del senil Robert Bridges, antiguo editor de Scribner’s Magazine. Este particular ajuste de cuentas del escritor respecto del editor también nos permite (de una forma tangencial si se quiere) ser testigos del modo de respirar y comportase de la alta burguesía neoyorquina justo antes del crack del 1929, y, a través del retrato del Sr. Rivers, poder acercarnos al final de una época que no sólo será la de los locos años veinte, el jazz, el charlestón y las flappers, sino también la de una estructura social que tras la crisis financiera ya no será la misma, pues las viejas costumbres victorianas que ya empezaban a tambalearse por los nuevos vicios y deseos de los jóvenes americanos darán con una nueva forma de ver y entender la vida. En nuestro caso, ese podría ser el resultado de la relación del propio Thomas Wolfe con su editor Maxwell Perkins, el sustituto del caduco Sr. Rivers de esta nouvelle, y que quizá, por ello, en un gesto de lealtad y bondad infinita hacia el árbol caído (el viejo editor) por parte de Perkins, éste no quiso que la viera hasta después de su muerte, lo que hizo seis meses después de ésta.
No obstante, El viejo Rivers es, además, el retrato minucioso de una persona encerrada en su propio caparazón, de tal forma que no percibe que su otrora brillantez o relevancia social ha quedado denigrada a una mera caricatura de sí mismo. Una caricatura que Wolfe, como hace siempre con sus personajes, explota de una forma magistral a la hora de proporcionarnos ese mensaje de maldad y vileza que carga sobre su protagonista sin ningún tipo de miramientos ni posibilidad de redención. Podríamos decir también que este anti-Wolfe dota a su personaje de características y habilidades animales, lo que de una forma sutil, o no tanto, le compara con comportamientos antihumanos, como cuando emplea el relincho de un caballo para referirse a su capacidad oral o cuando alude a su cornamenta caprina como símbolo de su denostada virilidad e insensibilidad hacia las mujeres. Por no hablar de ese bigote a lo chino mandarín con el que lo caricaturiza aún más. En este sentido, no nos cabe ninguna duda de la gran capacidad que el escritor norteamericano atesoraba a la hora de describir a los seres humanos ni su potente talento para retratarlos tanto por dentro como por fuera, y el viejo Sr. Rivers no es una excepción a todo ello. En este caso, Wolfe, sin duda, se regodea en su propio estilo, para, igual que un pintor, dibujarnos con palabras el retrato de un editor que se mató a sí mismo.
Ángel Silvelo Gabriel