“Nadie es profeta en su patria”, dice una voz popular, repitiendo las amargas palabras atribuidas a Jesús ante la fría acogida que le dispensase Nazaret a su regreso (Lucas 4: 24).
Vicente Blasco Ibáñez, nacido en Valencia en 1867, fue, además de licenciado en Derecho, escritor, periodista y político. La suya se perfila como una de las mentes más brillantes de su época. Fue Blasco Ibáñez autor de innegable talento, amén de ardiente orador. Una mirada lúcida y adelantada a su tiempo le llevó a comprender tempranamente que, por encima de la teórica lucha de clases, el problema fundamental de su sociedad, el que había que temer más y atajar cuanto antes, era la efectiva, real y tangible miseria cultural y económica en la que muchos subsistían: el extendido analfabetismo, las condiciones de vida precarias y el inmovilismo mental tan arraigados en su Valencia y en la totalidad de España.
Blasco Ibáñez constituye un claro ejemplo de escritor íntegro y comprometido. Y así, a lo largo de toda su carrera, empleó su pluma para denunciar las deficiencias de la sociedad de su momento; para luchar por la obtención de conquistas sociales, progreso y bienestar generalizado.
Decía Antonio Machado en Proverbios y cantares que “al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca más se ha de volver a pisar”. Unos premonitorios versos que serían recuperados más tarde por Serrat, en su canción Cantares, para homenajear al poeta y describir lo que habría de convertirse en su sino. No fue el caso de Blasco Ibáñez, que, tras su accidentada huída a Francia en 1890, volvió a España en 1892. Se exiliaría de nuevo en 1896, en este caso a Italia. De regreso, en el mismo año, es detenido y conducido a prisión, donde permanecerá hasta 1897. En 1898, a raíz de sus manifestaciones antimonárquicas, será encarcelado nuevamente.
En 1914, tras una gira de conferencias por Argentina en la que se hizo muy popular, marchará otra vez a Francia. Es entonces cuando escribe su mayor éxito internacional, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, que le lleva a ser invitado a realizar una amplia gira por Norteamérica y le proporciona, además, el doctorado honoris causa por la Universidad de Washington . Aun desde su exilio y presuntamente alejado de la política, conmovido por hechos como el confinamiento de Unamuno en Fuerteventura, en 1924 combatiría con sus trabajos la Dictadura de Primo de Rivera. Llegando a renunciar, como forma de protesta, a su candidatura para el ingreso en la Real Academia Española.
Si bien es cierto que, conseguido el reconocimiento internacional, a su paso por Valencia en 1921 de camino hacia su residencia en la Costa Azul todos son felicitaciones y actos públicos de homenaje, con el tiempo su figura cae en el olvido de la memoria colectiva de nuestro país, y aún más fuera del ámbito estrictamente valenciano. De hecho, inmediatamente después de su oposición pública a la Dictadura, el Ayuntamiento de Valencia arrancaría la placa de la calle que pocos años antes se le había dedicado. La veda se había abierto para la prensa, y su figura fue públicamente denostada por los periódicos de la época. No mucho después, en 1928, moría en Menton, Francia.
Después de la proclamación de la Segunda República Española, según deseo expreso del escritor, sus restos fueron trasladados a Valencia. El 29 de octubre de 1933 fueron recibidos en procesión cívica, encabezada por el gobierno de la República. Su féretro fue llevado a hombros por los pescadores del Grao. Miles de personas se amontonaron a su paso. Las sobrecogedoras fotos pueden contemplarse hoy en día en una exposición permanente ubicada en el claustro gótico del Centro del Carmen de Valencia ‒sede, además, de la Institución Joaquín Sorolla de Investigación y Estudios‒. Allí también descansa el sarcófago diseñado por Mariano Benlliure, encargo del Ayuntamiento de Valencia: coronado por un libro abierto y marcado por la elocuente leyenda Los muertos mandan, título de una de sus novelas.
Vicente Blasco Ibáñez, siempre fiel a sus creencias y afectos, a pesar de todas sus vicisitudes y avatares, conservó hasta el final su villa en la Playa de la Malvarrosa de Valencia, más tarde convertida en la Casa-Museo Vicente Blasco Ibáñez.
Blasco Ibáñez fue, probablemente, uno de nuestros iconos literarios más internacionales. No obstante siguió siendo más conocido y reconocido fuera que dentro de nuestras fronteras. Podría argumentarse que la explicación se encuentra en las actividades políticas del autor –fue elegido diputado de las Cortes hasta en siete legislaturas–, republicano y anticlerical a ultranza, que con seguridad le granjearon la animadversión de sus opositores –hay que tener en cuenta que entre 1892 y 1905 se dedicó enteramente a la política, que le hizo muy popular en Valencia gracias, en buena medida, a su cercanía con el pueblo, cosa muy poco común en aquel momento–. No obstante el argumento resulta demasiado elemental y simplificador. Ciertamente muchos otros artistas y hombres de cultura en general han sufrido el mismo o similar ostracismo, y no todos, ni mucho menos, se significaron políticamente.
Por otro lado, quizá sería el caso que comenzásemos a distinguir entre el ideario político de un creador y su obra; que aprendiésemos a no mezclar ni confundir nuestras posibles afinidades o discrepancias con la parte de su pensamiento –o incluso su moral a veces– que pertenece a un ámbito privado de su vida, y nuestra eventual admiración hacia su talento profesional, que sí pertenece al ámbito público de su existencia. Quizá haya llegado el momento de comprender que este sano ejercicio supone un signo de madurez intelectual y, en general, de tolerancia vital.
Cabría preguntarse por qué nuestro país no suele reconocer a sus grandes artistas o no lo hace suficientemente. El pintor valenciano Alejandro Cabeza, autor del que probablemente sea el retrato de Blasco Ibáñez más difundido por Internet, precisamente abordaba recientemente este argumento en una amplia entrevista –en realidad un libro: “La pintura es memoria humana y fruto” / Francisco Garzón Céspedes entrevista a Alejandro Cabeza, Ediciones COMOARTES, Colección Contemporáneos del Mundo 29, Serie Indagación sobre la memoria y el juicio, Madrid/México D. F., 2013– donde respondía a la preguntas del escritor y hombre de escena, personalidad de la cultura iberoamericana, Francisco Garzón Céspedes: “Muchos países, como el nuestro, nada han hecho por reconocer a sus propios artistas. Mientras otros, como Francia, sí han sabido comprender que el arte, igual que otras disciplinas, ofrece un elemento de prestigio para un Estado. Y que, por tanto, protegerlo y promoverlo, aunque a veces pueda suponer un gasto inicial –y en ocasiones ni eso–, repercute positivamente en la reputación que ese país tiene en el exterior de sus fronteras.”, decía el pintor. A todas luces, razón no le falta. Y yo añadiría que si bien estas circunstancias no han dejado de empeorar en las últimas décadas, ese vicio tan nuestro, aunque con ligeras variantes según los casos concretos, viene desde antiguo.
¿Por qué nos cuesta tanto reconocer el talento? Y ¿por qué nos cuesta aún más cuando procede de dentro de nuestras propias fronteras? Como el propio Alejandro Cabeza recordaba en su entrevista, ya Pío Baroja, aquejado de incontinencia verbal y sinceridad pertinaz e inconveniente, propuso en su momento alguna explicación al fenómeno: “… El mismo público formado por la misma gente desprecia aquella novedad y no se le ocurre pensar que ha sido él, el que ha glorificado lo que luego le parece una necedad.” (Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino: Memorias, vol. 4, Caro Raggio Editor, Madrid, 1983, p. 30); “… El público no entiende nada de nada, ni aun de pintura, que es como esos animales voraces que lo mismo tragan un pedazo de carne que una piedra” (Pío Baroja, op. cit., vol. 7, p. 98). Aseguraba Baroja: “La crítica se presta mucho a la malevolencia y a la envidia. Si a esto se une la vulgaridad, entonces es un desastre” (Pío Baroja, op. cit., vol. 5, p. 261).
La figura de Vicente Blasco Ibáñez será objeto de análisis en la muestra BSB Tres Amigos Valencianos (Benlliure, Sorolla y Blasco Ibáñez), que se inaugurará el próximo miércoles 20 de noviembre en la Sala de Exposiciones del Ayuntamiento de Valencia.
Salomé Guadalupe Ingelmo
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Imagen: Vicente Blasco Ibáñez por Cabeza, Alejandro
SOBRE EL RETRATO DE BLASCO IBÁÑEZ
Como apuntábamos antes, el retrato de Blasco Ibáñez pintado por el artista valenciano Alejandro Cabeza se ha convertido desde hace algunos años en una de las imágenes más conocidas del insigne escritor, gracias a la enorme expansión que Internet ha proporcionado a la obra de este pintor. Este cuadro en concreto, que forma parte de los fondos del Museo Vicente Blasco Ibáñez desde 2003, apareció, además, en la portada de la antología de cuentos de Vicente Blasco Ibáñez publicada por la editorial Akal en 2009.
La obra se puede considerar lejana precursora del actual proyecto que el retratista lleva a cabo: una monumental empresa pictórica que le ha llevado a inmortalizar a diversos hombres y mujeres de la cultura, en especial grandes iconos de la literatura mundial, sobre todo hispanoamericana –unos treinta ya–. Si bien su imponente retrato de Bram Stoker ha cosechado, igualmente, una calurosa acogida y considerable difusión en los medios.
En fechas próximas su retrato de Mario Benedetti, que también forma parte de esa colección, pasará a engrosar los fondos del Museo de la Universidad de Alicante (MUA), la misma universidad donde se encuentra ubicado el Centro de Estudios Iberoamericanos Mario Benedetti.
Algunos de sus retratos de literatos se pueden admirar en las páginas del autor o en la prestigiosa web de narrativa Tales of Mystery and Imagination, así como en la de poesía Poetical Quill Souls, que no han dudado en emplear más de uno para ilustrar sus entradas.
Creo que somos un pueblo bastante envidiosillo con el talento ajeno, y también, como dices, dado a confundir autor y obra.
Recuperar a Blasco Ibáñez es una obligación. Yo tuve una época «blascoibañista» en la que enlazaba una obra con otra: «Arroz y tartana», «Flor de mayo», «Cuentos valencianos», «La barraca», «Entre naranjos, «Cañas y barro», «La catedral», «La voluntad de vivir», «La bodega», «Sangre y arena», «Los cuatro jinetes del Apocalipsis», «El paraíso de las mujeres»… Y lo que me queda aún.
Ha de ser una cuestión de educación (mala, obviamente). Lo cierto es que, a mí, leer obras de calidad de otros compañeros de profesión, al margen del placer inmediato y confesable, me resulta de gran utilidad: me estimula, me provoca aún más deseos de trabajar y de mejorar en la disciplina. Concibo la literatura como un gran organismo del que todos los escritores formamos parte. De modo que cada pequeña victoria de uno hoy será la gran victoria de todos mañana.
Sí, que nos quede siempre mucho por leer. De los autores clásicos y de los que están por venir.
Algo me ayuda su articulo a entender por qué se le dedica siempre un escueto espacio a B.Ibáñez en los libros de texto, e incluso en manuales de literatura para opositores,donde se supone debería ser una figura clave para motivar al alumnado en el ejemplo de su maestría con las descripciones por ejemplo…Si bien es verdad que el Dr. Oleza dedica un curso monográfico a B.I en la facultad de filología de Blasco Ibáñez de Valencia. Pero, siempre me he preguntado por qué tanto espacio a otros autores mas encasillados en la época realista.