Caminos trillados.
Propósitos, proyectos, libros de ruta, planes de vida… Desde hace mucho tiempo vengo oyendo estas expresiones como parte fundamental de las recetas que nos dan los diversos especialistas en arreglarnos la vida o facilitarnos una mejor que la que tenemos: psicólogos, terapeutas de diverso signo, maestros y profesores y catedráticos, orientadores escolares o religiosos, asesores y coaching de todo tipo y calaña, autores de libros de autoayuda con Pablo Coelho a la cabeza, e incontables aprendices de brujo que pretenden todos ayudarnos a encontrar el sentido de la vida que al parecer hace tiempo hemos perdido y andamos locos buscando, si es que alguna vez, en una época remota, la vida tuvo un claro y comprensible sentido. Yo tengo que reconocer que fui casi feliz una mañana sentado en un banco, apenas había amanecido y el coche que tenía que recogerme para ir a trabajar a los frutales, más allá de El Rocío, no se presentó. Me quedé allí esperando, alucinado con el silencio y las luces suaves y cambiantes del amanecer, la mente prácticamente en blanco, sin dinero en los bolsillos y sin sombra de preocupación alguna en el alma. Estuve allí una hora o más y os juro que sólo miré y escuché, sin pensar en nada. Luego me levanté tranquilo y entré al bar de Pavera, justo al lado de la placita en la que me encontraba. Le pedí un café fiado que no tuvo el más mínimo problema en servirme, y además me invitó a una copa de Zalamea sirviéndose otra él, signo inequívoco de que íbamos a tener una entretenida mañana de larga charla e intercambio de pareceres acerca de todo lo que al genial e imprevisible Pavera se le pasara por la cabeza.
Reconozco que me gustaba particularmente que en la novela «Rayuela», de Cortázar, libro que dejó en mi profunda huella ( Cortázar hubiera hecho una mueca ante esta expresión, declarado enemigo que era de los caminos trillados, en la vida y en el lenguaje) la Maga y Horacio andaran los dos por las calles de París, cada uno por su lado, sin lugar ni hora fijados para encontrarse, y que siempre, siempre, terminaran coincidiendo en algún puente, en algún café, en algún parque. Me gustaba que los discos de jazz de Horacio estuvieran viejos y deteriorados, y que la aguja del tocadiscos atravesara los surcos produciendo un sonido que finalmente se incorporaba a la música como anillo al dedo.
Tengo que reconocer que me gustaría mucho volver a la infancia y escaparme con Tom Sawyer y sus amigos a ese río al que solían ir a pescar y bañarse. Que maravilla balancearse en una soga atada a un árbol de la orilla para luego saltar al agua.
He soñado a veces con repetir la aventura del pintor Paul Gauguin, viajar hasta Haití y pasarme allī unos años disfrutando de las tropicales playas, de la música y el baile de sus habitantes, de alegres caminatas por aquellos parajes de ensueño…y como no sé pintar, pintaría de todas formas lo que se me viniera en gana, sin reglas ni objetivos, tal como pintan los niños. Y también escribiría lo que me viniera en gana, cosa que todavía no soy capaz de hacer, demasiado enganchado todavía a los caminos trillados.
Claro que quizás nada de esto sería aprobado por el asesor personal que a través de Internet me ofreció sus servicios para ordenar mi desordenada vida.
Máximo González Granados