Madrid Negro. Capítulo II. Por Antonio Marchal-Sabater

Antonio Marchal Sabater

Capítulo II

La habitación de David daba a la plaza de Atocha y la vista se extendía hacia el suroeste de la ciudad. El sol la inundaba, pero no por ello era más confortable. Tenía las ventanas aseguradas con rejas porque algunos de los hombres con los que mi hijo la compartía padecían severos trastornos psiquiátricos que afectaban a su autocontrol. Al entrar olía a formol y a lejía, y aun así las camas estaban infectadas de chinches; de hecho el cuerpo inmóvil de David tenía comidos los brazos y los muslos. A mí también me habían picado alguna vez. Mirándole detenidamente tenía que hacer un gran esfuerzo mental para relacionar aquel cuerpo inerte, cuyas extremidades ya hacía años que se habían retorcido en formas grotescas y que se alimentaba a través de una sonda nasogástrica, con el del niño alegre y travieso que había sido. El pelo rubio y rizado, heredado de su madre, había desaparecido y ahora sólo algunos lugares de su cabeza recordaban que lo había tenido. La piel, antaño morena y firme, era ahora sólo un pergamino blanco y frío. Sus ojos habían desaparecido en el fondo de sus cuencas y su rostro carecía de expresión. Yo quería creer que se alegraba de verme, pero nunca había dado la más mínima muestra de reconocerme y ya iba para dieciséis años que estaba así. Después de la explosión de la maldita bomba que había acabado con la vida de su madre y de su hermano mayor, David se había quedado en estado vegetativo. Lo llamaban así porque no sabían definirlo de otra manera.
–Es una extraña condición clínica donde la persona no da ningún signo de conciencia y es incapaz de interaccionar con los demás– me habían explicado. Cuando oí por primera vez aquel calificativo me pareció denigrante, pero con el tiempo comprendí que era el mejor término para definirlo. Nadie en el hospital supo decirme si mi hijo me oía o si me veía o si pensaba. No sabían nada, aunque los médicos y los enfermeros aseguraban que algunas personas en este estado, con la atención y el cariño apropiados, eran capaces de salir, de volver –¿volver de dónde? Me preguntaba yo–… Si el término vegetativo no decía nada, aquel verbo, volver, decía menos. Los familiares de otros enfermos de aquella sala me contaban que muchas personas vivían en aquel estado durante años sin ningún tipo de soporte tecnológico. Yo tenía la esperanza de que volviera. Algunos amigos me consolaban diciéndome que por lo menos estaba vivo. Yo los miraba y no les contestaba por miedo a mis propias palabras. Al principio yo quería creer que me escuchaba, pero pronto empecé a tener serias dudas. Por cruel que parezca, casi aliviaba más mi pena creer que estaba en estado de plena inconsciencia que pensar que me oía o me sentía. No podía soportar saber que su espíritu, antaño indómito y curioso, estuviera atrapado en aquel cuerpo inútil de adolescente no desarrollado, retorcido por el paso de años de inactividad. Los cuidadores parecieron adivinar esta desazón mía porque, una tarde de hace ya varios años, su médico, el doctor Prieto, se acercó a mí y sin yo preguntarle me dijo:
–Ni siente ni padece, no se preocupe.
– ¿Se recuperará? –pregunté cabizbajo.
El doctor Prieto miró al suelo buscando una respuesta, mientras en su rostro aparecía una mueca inexpresiva. Después me miró a los ojos.
–Es difícil de saber, pero es fácil pensar que no.
Ya apenas veía al doctor Prieto. En cada visita me limitaba a subir al dormitorio de mi hijo, a sentarme en la cama, junto a él, y a contarle mis inquietudes. Algunas veces él tosía o carraspeaba, era la única señal de que estaba vivo. Entonces yo sentía la necesidad de decirle algo, de hacerle saber que seguía a su lado, esperándole. Entonces le leía algún artículo del periódico del día, o un pasaje de un libro. Antes de aquel terrible suceso que nos dejó a los dos solos y aislados en mundos diferentes, a David le encantaba que yo le leyera. Todas las noches, antes de dormirse, incluso cuando él aprendió a hacerlo solo, tenía que ir a su cabecera a leerle. Le encantaban las novelas de espadachines, de aventuras. Yo le leía Los tres mosqueteros, La Cartuja de Palma, El Conde de Montecristo. Aún recuerdo cuando le leí La llamada de lo salvaje, de Jack London. Clara, mi mujer, me reprochaba que le leyera aquellos textos argumentando que no eran apropiados para un niño tan pequeño, pero disfrutaba tanto… Ahora yo quería creer que mi lectura le seguía agradando y por eso lo hacía. Algunas enfermeras me miraban de reojo pensando que había enloquecido, mientras que a otras, al verme leer solo y en voz alta ante el cuerpo deformado y agarrotado de David, se les escapaban las lágrimas.
Tengo que reconocer que en estos años no todo han sido sinsabores. El amor, aunque muy reñido, pero amor al fin y al cabo, también ha rondado mi puerta.
Desde hacía unos años, tres o cuatro, frecuentaba a Leonor. Una mujer excepcional cuya humanidad era inversamente proporcional a su pequeño y proporcionado cuerpo de cálida voz y sensual mirada. La grandeza de Leonor residía en su ternura, su dulzura al hablar y en su capacidad para entenderme. El contrapunto de nuestra relación era que yo estaba enamorado, mientras ella tenía la teoría de que nos entendíamos porque no nos conocíamos lo suficiente y a mí me saca de quicio oírla. Yo quería conocerla y aprender a quererla, pero lo que conseguía era agobiarla y alejarla de mí y así estuvimos varios años. Sin yo atreverme a decirle cuan enamorado estaba de ella ni ella a darme la más mínima oportunidad de que se lo dijera, porque saberlo lo sabía, a las mujeres no se les escapan esas cosas. Así que nuestra relación se limitaba a esporádicos encuentros de trabajo en los que yo lo daba todo y ella… Ella jugaba con mis sentimientos. Raras veces nos veíamos en un ámbito más privado porque para ella yo sólo era un amigo, mientras que para mí ella lo era todo, una presencia constante, una dulce obsesión que ocupa todos mis pensamientos. Ella era la única persona en el mundo con la que me sinceraba. Con ella podía mantener largas conversaciones alejadas de las frivolidades cotidianas y del inane consumo de palabras al que me sometían otras mujeres. Mujeres que me apreciaban y con las que yo era tan injusto y descortés como Leonor lo era conmigo. Qué le vamos a hacer, la vida es así. Pero cuando estaba con ella el tiempo se me pasaba en un suspiro y cuando nos despedíamos nunca estaba seguro de si habría sido la última vez. Algunas veces, de tanto pensar en ella, olvidaba su cara y entonces sentía la necesidad imperiosa de volverla a ver y me inventaba alguna excusa para hacerle una visita fugaz al periódico donde trabajaba y recuperar su imagen; y es que Leonor era cálida como una playa tropical e indómita como un huracán.
Después de la Guerra se había casado con un novio que había tenido desde la adolescencia, pero el matrimonio no cuajó y ambos se vieron prisioneros de él ya que el régimen franquista había ilegalizado el divorcio. No obstante, él buscó una salida a la situación, alistarse en la División Azul y desaparecer de España y de la vida de Leonor que por esas fechas, julio de 1941, estaba embarazada de dos meses, aunque eso él no lo sabía.
La tranquilidad de Leonor no duró mucho. En 1942, tras la caída de Mussolini, los alemanes empezaron a temer que en España se les pudiera abrir otro frente mucho más difícil de defender debido a su amplia frontera con Francia. Si los aliados decidían entrar en Europa por España serían imparables. Hitler decidió entonces liberar a Franco de presiones y respetar su neutralidad; con que no se cambiara de bando ni interrumpiera el suministro de wolframio, vital para blindar su artillería, sería suficiente. Pero otros hechos aceleraron los acontecimientos. El 28 de julio de aquel mismo año el embajador de Estados Unidos en España exigió abiertamente a Franco la retirada de la División Azul y el 20 de agosto lo hizo el británico. Para Franco la División Azul se había convertido en un problema y su mentor, Serrano Suñer, a quien se conocía por sobrenombre del cuñadísimo por serlo del dictador, también. Franco tardó en reaccionar, pero finalmente lo hizo y el 2 de septiembre destituyó a su cuñado y el 24 del mismo mes el Consejo de Ministros disolvió la División Azul que emprendió la vuelta a casa el mismo día.
También para Leonor se inició en aquellos días el camino hacia el cadalso que le supondría volver a vivir con su marido; sin embargo, ella tenía a su lado un Simón de Cirene que la ayudaría a llevar la cruz de la desazón, yo. De los 47.000 soldados que compusieron la división hubo 20.000 bajas entre mutilados y fallecidos, ninguno de ellos era su marido. Al interesarse por él, sobre todo para que supiera que tenía una hija, le comunicaron que aún quedaban muchos en Rusia que al recibir la orden de retirada se habían negado a aceptarla y a volver a España y se alistaron como voluntarios en las SS. Ante aquella avalancha de soldados que no deseaban regresar, el General Esteban Infantes decidió crear, a espaldas de Franco, la Legión Española de Voluntarios. Para que todo el que quisiera se alistara a ella, siguiendo el modelo del Tercio de la Legión Extranjera Española. Otro medio millar de soldados quedaron en tierras rusas prisioneros o cautivos del ejército rojo, entre estos también los hubo alemanes, italianos, rumanos y de otras nacionalidades, pero todos ellos fueron puestos en libertad tras cumplir cinco años de presidio en los campos de internamiento soviéticos y volvieron a casa. Sin embargo, los españoles, al no ser reclamados por su gobierno, aún tuvieron que esperar doce años más en aquellas tierras.
Aquella circunstancia mantenía a Leonor en el impasse de no saber si era viuda y por eso no quería unirse a otro hombre. Aunque en realidad lo que ocurría era que ella no estaba dispuesta a romper su soledad, una soledad a la que cada día se aferraba con más fuerza, que la hacía más feliz y que no me ocultaba.
En la relaciones de pareja siempre es la mujer la que marca los tiempos y las distancias y yo a veces no lo entendía, tenía tantos deseos de verla que mi actitud me convertía en un acosador sin quererlo.
Moncada, mi antiguo compañero de la brigada con el que a pesar de su edad, era varios años más joven que yo, me llevaba muy bien, me decía que no me anduviera por las ramas y me declarara a ella. A él Leonor le caía muy bien y siempre me aconsejaba que me liara la manta a la cabeza y no la dejase escapar, pero yo no lo veía tan fácil. Marcos, otro compañero que me sucedió en el mando de la unidad, se reía de aquella inseguridad mía, más digna de un colegial.
A mi hijo David aún no le he hablado de ella. Como si a él fuese a importarle, pero temía que no aceptara aquella relación en la que a veces me sentía humillado y a veces henchido, pues cada vez que descolgaba el teléfono y oía su voz, o leía algo en el periódico que hubiera escrito ella, el sol iluminaba mi oscura alma, la llenaba de luz y esperanza y le daba sentido a mi vida. Aunque yo aún no le había contado mis sentimientos sé que, avisada por su intuición femenina, Leonor lo sabía. Incluso creo que algunas veces alimentaba su ego con mi desazón. Lo intuía porque las miradas de sus compañeras y compañeros me lo decían, pero no importaba. Durante los últimos meses el trabajo en la Brigada Político-Social me estaba atrapando en una espiral sin salida que ya no me satisfacía; y era el alcohol el que, poco a poco, se iba adueñando de mi vida aunque yo intentaba mantenerlo a raya con la ilusión de conseguir el amor de Leonor.
Aquella tarde iba que contarle a mi hijo que había dejado el ejército y con él la Segunda Sección de Información del Alto Estado Mayor a la que había pertenecido casi toda mi vida profesional. Ahora, una nueva disposición me permitía hacerlo en calidad de mutilado de guerra. No lo era en realidad, al menos físicamente, pero lo era él, mi hijo, y para el caso era lo mismo porque aquella circunstancia me convertía en un mutilado psíquico. Un tribunal militar había decidido mi pérdida de aptitudes y yo, aunque barruntaba que detrás de esa decisión se encontraba mi reciente afición al alcohol, estaba encantado de aceptarla.
No esperaba que David dijera nada y no me decepcionó. Mientras yo le contaba lo sucedido, mi hijo seguía mirando al techo con la boca abierta mostrando todos sus dientes y la mirada tan perdida como siempre. Lo miré durante un rato y no dije nada, siempre era igual, pero yo me sentía mejor después de contarle todo lo que me sucedía. Cuando terminé de hablar encendí un cigarrillo, le di una larga calada y giré la cara para soltar el humo. Así permanecí hasta que lo consumí. Imaginé que si David hubiera podido hablar, me hubiera preguntado qué pensaba hacer a partir de ahora, y le conté que pensaba obtener una licencia como detective privado. Eso me mantendría ocupado y me dejaría tiempo libre para él. También le conté que husmear se me daba bien, lo había hecho toda mi vida, desde la guerra en el Madrid sitiado, espiando y haciendo actos de sabotaje a la república, hasta ahora siguiendo grupos de maquis, estudiantes revolucionarios y masones. Él quizá ya no lo recordara, o quizá seguía viviendo en aquel tiempo del verano del treinta y siete, cuando una madrugada regresé a Madrid como desertor del ejército sublevado. Una mentira para los republicanos y una traición para los franquistas, pues en realidad nunca he tenido claro de qué parte estaba. Muchos de mis conciudadanos de aquellos días se ufanaban de las gestas de unos u otros y ensalzaban sus victorias. Por desgracia para mí ninguno me engañó. Yo fui testigo de las vilezas de unos y otros, de las atrocidades que ambos bandos hicieron con la población que una fatídica lotería les había asignado. Y digo lotería porque la mayoría de ellos no eligieron estar en un lado o en otro, fue una decisión del azar. Para mí no, desde luego, yo sí que elegí. En el verano del treinta y siete yo ya me había cambiado dos veces de bando en un año de guerra; y aunque ahora me ganaba la vida en las filas del ganador, y como él odiaba a una parte de los vencidos, no dejaba de sentir cierta empatía hacia ellos, sobre todo cuando veía alguna de las injusticias a las que el Régimen los sometía. Nadie puede vivir ni crear nada sufriendo la humillación de los vencedores de por vida. Ahí radicaba mi desazón, en el odio que sentía hacia las dos partes. Un odio que solo desaparecía de mis venas después de un generoso trago de whisky. Aunque los remordimientos que le seguían me fueran insufribles y me alejaran de Leonor, si es que realmente alguna vez he estado cerca de ella. Quiero pensar que sí.
Todo había empezado con la guerra…

Antonio Marchal-Sabater

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