Casa de muñecas
Sin noticias de Ibsen.
Ibsen planteó su obra dramática de una forma contestataria frente a la sociedad victoriana que le tocó vivir. Y, uno de los conflictos que planteó en ella, fue el de dar a la mujer la posibilidad de ser ella misma a la hora de decidir acerca de su vida y de caminar por una senda de libertad impensable en el siglo XIX. El tiempo pasa, pues hace casi ciento cincuenta años que se estrenó su famosa obra de teatro Casa de muñecas y, sin embargo, las oscilaciones vitales de las mujeres persisten en un mundo cada vez más igualitario, pero al que todavía le quedan muchas barreras que derribar. En esta ocasión, bajo una versión actualizada de Eduardo Galán, Lautaro Perotti asume la dirección de esta moderna Casa de muñecas que intenta acercarla a un público más actual. Una decisión que, sin embargo, fracasa. En primer lugar, por la desdramatización que lleva consigo, y también, por la falta de acierto a la hora de elegir a los actores que dan vida a unos personajes a medio camino entre la falta de credibilidad de las situaciones que nos plantean y su inocua interpretación, tan desdramatizada como la propia versión que se nos ofrece. Eso, por no hablar de una solución escénica que se nos antoja equivocada por lo frenética que resulta su propuesta y la nula necesidad de la misma a la hora de sugerirnos diferentes espacios, lo que ahonda en su carácter turbador.
La supuesta actualización del texto y propuesta escénica se viene abajo nada más ver el público asistente, en su mayoría con una edad superior a los cincuenta años y una media cercana a los setenta. De ahí, que tampoco parezca tan necesario el léxico que se ha elegido que resulta cuando menos desmotivador y, más, en la voz apagada de una María León que nunca parece al borde del precipicio que se le presupone, y que alcanza sus cotas más bajas en los soliloquios que afronta sola delante de un escenario a oscuras salvo por la luz que la ilumina. Una característica que también arrastra Santi Marín en su papel de marido traicionado, o el resto de los actores que en la mayoría de los casos parecen más preocupados en su papel de tramoyistas moviendo los paneles móviles de la escenografía que en su labor dramática. De ahí, que el espectador salga con esa sensación de tiempo perdido si no fuese porque la oscuridad de un teatro siempre nos ofrece la posibilidad de resarcirnos de las mentiras del mundo que dejamos atrás durante el tiempo que asistimos a la representación; o por la inercia que el mismo tiene de ofrecernos la mágica posibilidad de soñar con lo imposible, cuando aquello que nos es ofrecido nos deja sin palabras. Un anhelo que, en esta ocasión, sólo nos ha producido turbación, desapego, y sin noticias de Ibsen.
Ángel Silvelo Gabriel.