Comerse un hámster
«Los seres humanos no desean la inmortalidad. Lo que quieren es, sencillamente, no morir. Quieren vivir (…) Quieren sentir la tierra bajo sus pies y ver las nubes por encima de su cabeza, amar a otras personas, estar con ellas y pensar en ellas.
Diarios de las Estrellas. Stanislaw Lem
Los comercios que resisten se han llenado de luces que contrastan con la oscuridad de una tarde de invierno. La ciudad está triste como un enfermo que no sabe si saldrá de ésta. Los hoteles del centro están cerrados a cal y canto. En el portal de uno de ellos, cerrado por reformas que nunca verán la luz, un indigente ha montado una exposición de cachivaches que contrastan con el brillo de la joyería de dos números más allá y que la hace más extraordinaria por el baño de realidad que nos entrega entre cartón revuelto y latas de cerveza que forman una monumental columna. Al girar la esquina, otra tienda de la que cuelga el cartel de cerrado y más allá una liquidación por fin de temporada que agoniza antes de un cierre que se ve venir. Preguntarse a dónde vamos es un tanto absurdo porque ya no sabemos nada. Las cosas han cambiado tan rápido que sobrellevamos la situación como podemos, sin hámsteres a los que ofrecer como un sacrificio a los Dioses con el que evitar que todo se derrumbe. Las cosas van mal y nada augura que vayan a mejorar. Acostumbrarse al gris, a los rostros semiocultos, al temor escondido entre litros de alcohol en gel y poco más, es la nueva normalidad que nos ha tocado en suerte. Y ojalá que podamos mantenerla si lo contrario supone convertirse en menos que cero, nada sobre nada. En estas fechas, parece que vamos sobrados de realidad y una suerte de espejismo nos hace olvidar que llevamos nueve meses de calamidad y cenizas. Vamos de cabeza a una tercera oleada de coronavirus y lo bucólico y engolado de la navidad va ganando la partida mientras el aire huele a formol, desinfectante y ausencias que duelen.
Anita Noire