En el cuarto milenio antes de la era cristiana, las siluetas de una cabra y una oveja, o de seres muy parecidos, fueron plasmadas en sendas tablillas de arcilla. Lo sabemos porque en 1984 estos elementos se descubrieron en la colina Tell Brak, región de Siria, y después se destinaron al Museo Arqueológico de Bagdad, donde las conocí. Ahí fueron exhibidas como uno de los más antiguos vestigios de escritura, quizá por desconocimiento de otros lenguajes —los delfines y las abejas, aun con su comunicación sencilla y compleja a la vez, jamás han sido lectores y, mucho menos, han tenido el oficio de escribir—. Sin embargo, es evidente que antes hubo otras señales. Al menos eso afirmaba Ibn al-Haytham —no el sabio muerto en El Cairo durante el siglo XI sino uno de sus múltiples homónimos—, un guía de turistas que laboraba en aquel museo bagdadí antes de la Guerra del Golfo y, basado en tradiciones del cercano Oriente, contaba una peculiar genealogía de la escritura. Aquí la refiero.
El relato me pareció inocente y pintoresco, no obstante, con el paso de los años, descubrí en él cientos de significados. Después de la guerra visité de nuevo Bagdad; busqué a Ibn al-Haytham pero supe que había escapado debido a causas políticas y vivía escondido en algún lugar del desierto que, al igual que el mar, es inmenso si se trata de encontrar en ellos a un hombre o una tablilla.
José Luis Enciso
Magnífico relato de reminiscencias borgianas. Me gusta mucho. Te felicito.