Caso resuelto. Por Marcelo Galliano

Caso resuelto

 

Sé que sabrá entender estas líneas, estimado Inspector Gélin. Sé que comprenderá usted, especialmente usted, tan conocedor de los extraños comportamientos de los hombres, esta necesidad de hablarle sobre algo tan antiguo, tan amarillento, algo cuya sola mención huele a viejas hojas de diarios ya ilegibles, a voces olvidadas, a fotos sepias.
Debía escribirle hoy, lo afirmo con esa irracionalidad que tiñe las cuestiones irremediables; hoy, quizá porque la ginebra me ha envalentonado más de la cuenta, o tal vez porque llueve aquí desde donde le escribo y acaso también llueva en su Paris y usted se encuentre, al igual que yo, en un sillón, avejentado, repleto de una gloria que le parece escasa cada vez que alguien le rememora lo que, con impertinencia, voy a recordarle.
Quizá le convenga pensarlo dos veces antes de arrugar este papel y arrojarlo como tantas tonterías que habrá recibido durante su brillante carrera, tantas misivas de locos convencidos de haber descubierto, por ejemplo, al verdadero asesino de Kennedy, o visto con vida al mismísimo Adolfo Hitler.
Esto es distinto; por eso, permítame el consejo, Inspector Gélin: no lo haga, no destruya esta carta al menos hasta que yo comience a hablarle de un tema que, para usted y para mí, es como esas heridas pretéritas que vuelven a doler con la humedad; y en este instante, al menos por mutua diplomacia y quizá por lo poético que resulta una carta en un mundo de faxes y de e mails, ya nos hemos puesto de acuerdo en que está lloviendo tanto allá como aquí, aunque acaso no sea verdad en ninguno de los dos sitios.
Usted recuerda a “El Toledano”. Ni siquiera se lo pregunto: lo asevero. Sé que lo recuerda y aún hoy, como sabueso herido en busca de la pista inexistente, sueña con su leyenda, con su fantasma, con su misteriosa desaparición. Es más, apostaría que en instante usted ha mordisqueado ansiosamente el Gauloises que reemplaza su lastimada pipa y ha procurado llevar a su boca un sorbo de esa taza de café ya tibio, y hasta ha desviado su vista a modo de defensa como buscando, en la ventana, una respuesta a estas líneas que le devuelven aquel enigma…, esa ventana que le entrega, como una hembra en celo, a su Paris de cielo bajo y negro, de árboles desnudos y desangrados por el viento, como en aquel invierno que hoy le obligaré a rememorar.
Anselmo Ruiz, “El Toledano”; cómo para no recordarlo, ¿verdad? Si lo habrá vitoreado en días de gloria, de aladas coreografías en las que el Arte y la muerte se besaban la boca en plenas arenas sedientas de sangre.
Usted lo vio aquella famosa tarde, ¿no, Inspector Gélin? Respóndame. Déjeme imaginarlo afirmando con su cabeza, en silencio, mientras los recuerdos le arden en la garganta o en forma de lágrimas del color del viento. Claro que usted lo vio, claro que sabe que fue verdad, que fue el único. Me atrevería a apostar que hasta recuerda el nombre de aquel miura, y el clamor de aquellas gradas que presenciaron lo que jamás había sucedido en la historia del rodeo mundial: un toro había perforado el abdomen del consagrado torero, y él, mal herido, sangrante, poniéndose de pie con sólo vestigios de su aliento, continuó la corrida hasta dar muerte al animal y convertirse en el más grande matador que haya existido. Luego: lo que todos saben, lo que los diarios dijeron, lo que los libros cuentan, lo que usted, sí, usted jamás terminó de creer: Anselmo Ruiz, “El Toledano”, desaparecía incompresiblemente en alta mar, hundiéndose el barco que lo llevaría a su tierra a recibir el agasajo de sus coterráneos y a torear para ellos.
Sé que usted ha dejado de leer momentáneamente estas líneas, quizá se ha quitado sus gafas y ha entornado sus ojos para evocar lo que, como uno de los más grandes investigadores de aquel tiempo, trajinó para demostrar su teoría…, teoría tal vez gestada más por su fanatismo que por intuición profesional: Anselmo Ruiz, “El Toledano”, estaba vivo, en alguna parte, pero vivo.
¿Será necesario que le recuerde la cantidad de pistas inútiles que persiguió, las varias decepciones vividas, cada una de las cuales golpeó duramente su ego de infalible detective? Jamás podrá olvidar la cantidad de locos que, incapaces de asumir la pérdida del ídolo, sumaban sus improbables testimonios a su sempiterna y vana investigación. Jamás.
Hubo hasta una pitonisa, ¿no, Gélin?, esa que juraba ver el aura de “El Toledano” viviendo en algún país de raro nombre. Y hasta hubo un viejo que aseguraba haberlo visto en las montañas con la cabeza rapada y una túnica, predicando vaya a saber qué extraño credo. Y hubo historias, historias… muchas historias…, algunas incoherentes, otras fantásticas, o infantiles, o ilusas. Historias…historias… historias… Versiones políticas que hablaban de un atentado; delictivas que arriesgaban la posibilidad de un secuestro; esotéricas que vaticinaban un misterio insondable… Todo eso hubo, Gélin, todo eso, y hasta un asesinato…, ¿lo recuerda, verdad?, el del tal García, Gerardo García, sí, aquel hombre que apareció muerto en el banco de un parque de Colombia con un tiro en la cabeza y un portafolios repleto de recortes de prensa de la vida de “El Toledano”, para sorpresa suya, y para que el mundo continuara tejiendo habladurías sobre pactos y sectas y decenas de tonteras incomprobables.
¿Se había olvidado de esa muerte, Gélin? Claro, a esa altura usted ya había bajado los brazos; usted ya había decidido aceptar la versión oficial de un barco extraviado en medio de un océano negro en una noche negra; usted había optado por asumir el fracaso más grande de su carrera de investigador…
Qué error el suyo, Gélin, qué grave el error, porque si hubiera seguido la pista de ese tal García, quizá…
Yo lo conocí, sí, tal vez esto le sorprenda, pero yo conocí a ese tal Gerardo García. Yo era un hombre ya maduro, de largas barbas e incorregible afición a la ginebra, cuando en un bar de Cartagena de Indias vi a un señor atildado y exultante, feliz ante una improvisada platea de parroquianos para la cual decía haber logrado comprobar su teoría sobre la desaparición de “El Toledano”. Algunos se rieron diciéndole “otras vez con tus tonterías”, otros parecieron ni escuchar sus palabras, y alguno, como yo, se dispusieron a oír lo que este hombre estaba dispuesto a revelar.
Le aseguro, Gélin, que ese tipo iba más allá de todas las teorías, de todas las historias repetidas y aumentadas a través del tiempo, de todas las intuiciones y de los fanatismos. Le digo, Gélin, que usted debió haber escuchado a ese hombre que luego moriría de un balazo en la frente.
Si hasta me parece verlo haciendo caso omiso a la burla y a la indiferencia, jurando que acababa de descubrir la verdad y que iría a la televisión uno de estos días para desenmascarar el mito de “El Toledano”.
Me pedí otra ginebra y lo observé en silencio. De un portafolio (ese portafolio que luego sería encontrado cerca de su cadáver) comenzó a sacar sus papeles: reportajes al célebre matador, manuscritos propios sobre teorías desechadas, programas de corridas y… lo que para él era una prueba contundente: la última foto en vida del admirado torero. Sí, esa celebre fotografía, en la que el afamado matador mostraba su herida en el abdomen semanas después de su hazaña y horas antes de tomar el fatídico barco, era para él la prueba contundente de que Anselmo Ruiz, “El Toledano”, seguía con vida en alguna parte, que no había muerto en alta mar, y es más: que ni siquiera había tomado ese barco.
Todavía lo escucho gritar: “Miren si no está foto, observen el almanaque detrás de él, está marcado el día 15 de enero, y el barco zarpaba el 14”.
“Qué se prueba con eso”, le preguntaban algunos, hartos de su exposición. “Que la foto fue tomada un día después”, aseguraba el tal García con temeraria firmeza.
“Puede ser un error del que iba marcando el almanaque día por día”, terciaba uno. “Ni siquiera se llega a ver si la hoja era de ese mes”, aportaba otro. “Y si fuera cierto qué”, preguntaba un tercero, más arriesgado, “¿con qué intensión El Toledano iba a hacerse pasar por muerto?”
“¡Miedo!”, gritaba como respuesta el tal García, causando un silencio sepulcral en aquel bar, hiato quebrado por la voz de uno de los presentes: “Qué locura estás diciendo”
“Miedo a seguir en los toros luego de esa cornada, y más miedo aún para reconocerlo. Él no se atrevió a tomar ese barco por terror a llegar a su tierra y enfrentarse nuevamente a un toro, y ese mismo barco que no abordó, le dio la oportunidad, al hundirse, de darse por muerto y convertirse en mito y en valiente eterno”, aseguraba García.
Sabrá usted, Gélin, la irracionalidad que provoca el fanatismo. El Toledano era amado hasta en los más impensados sitios y un lugar tan taurino como Colombia no era la excepción. El pobre García fue echado de ese bar a las patadas, mientras vociferaba ilusamente: “¡No se dan cuenta de que “El Toledano” puede estar en un bar como éste, camuflado por una barba blanca y bebiendo whisky mientras ustedes creen que es un semidiós; no se dan cuenta!”
Guardé silencio por un rato, luego dejé unas monedas en mi mesa y salí del bar. En frente, en un parque, sentado en un banco, vi al tal García que intentaba acomodar las arrugas que la gresca había provocado en su ropa.
“Es verdad lo del miedo”, le dije al acercarme, “pero permítame hacerle algunas acotaciones a su arduo trabajo de investigación”. “No fue miedo a morir en una corrida, sino miedo a que otras corridas no tan brillantes opacaran la leyenda. Lo del almanaque es cierto, y es la comprobación de que hasta alguien tan detallista y concentrado como un torero puede cometer errores tontos. Con lo de la barba se equivoca, puede observarla, no es blanca. Ah, una cosita más: no bebo whisky, sólo ginebra.”
Inspector Gelín, ésa es la verdad que usted jamás pudo descubrir; de más está que le diga que luego de eso sólo me quedaba sacar mi arma y disparar, justo en la frente de ese hombre, pero no sin antes levantarme la camisa y enseñarle mi abdomen: no era justo que ese tipo tan obsesionado por semejante leyenda, se fuera de este mundo sin ver con sus propios ojos la célebre cicatriz.

Marcelo Galliano

Argentina

Cuento finalista del Prix Hemingway 2012, siendo el primer escritor latinoamericano en obtener ese privilegio en dos ocasiones consecutivas.
Este cuento acaba de ser editado en francés por Éditions Au diable vauvert.

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