Conocí a un niño al que le apasionaba levantar piedras. A toda la gente del barrio le parecía un niño extraño. Bajo las rocas buscaba universos oscuros gobernados por alacranes, custodiados por larguiruchas escolopendras y trabajados por ejércitos de laboriosas y sumisas hormigas. En esa subterránea geografía comenzó a estudiar el caótico orden de las cosas. Levantar piedras era para él tanto como buscar tesoros. Le apasionaban los alacranes, siempre expectantes, siempre con el aguijón desafiante, como la propia vida. El niño levantador de piedras asociaba, de manera inconsciente, al alacrán con la vida. Si va a por ti, estás listo -nos decía. Él no quería que la vida-alacrán fuera a por él. Pretendía levantar aún muchos más universos-piedra. Por aquella época, recuerdo que siempre llevaba en el bolsillo un frasco con un alacrán sumergido en éter.
Después conocí a un adolescente que ansiaba la madurez. De hecho, renegó de su adolescencia, y de los jóvenes de su edad, como quien reniega de su religión. Para ello, asumió roles de adulto: trabajaba como adulto, hablaba como adulto y vivía como adulto, sin darse cuenta de que, más adelante, quizás se arrepentiría de haberse zafado de su propia biología.
Posteriormente me encontré con un hombre que buscaba tesoros en el interior de los hombres. Que levantaba sus mentes, como si levantara alfombras, en busca de alacranes, escolopendras o quién sabe si tan sólo respuestas a preguntas que, hasta ahora, absolutamente nadie se había atrevido a plantear.
Su ecosistema ideal era el espacio vacío. Le aterraban las mentes superficiales, materialistas y huecas. Ese hombre escrutaba, sin descanso, tanto a hombres como a mujeres, a jóvenes como adultos, en un obsesiva búsqueda sin concreción.
Lo importante, para él, no era ya lo que buscaba, sino el hecho mismo de buscar. La búsqueda como forma primaria de vida.
Ese niño-adolescente-hombre que conocí no podía cesar en su prospección. Él nació para buscar. Nació para negarse la adolescencia. Nació para hurgar en la mente de los demás, sin llegar nunca a tener claro qué es lo que realmente buscaba ni por qué lo hacía.
Pero ese hombre que conocí terminó por aburrirse de la superficialidad. En un acto de regresión, no descrito hasta el momento por la ciencia, decidió abandonar la superficie de la tierra para adentrarse por una infinita gruta que, apenas hacía unas semanas, acababan de descubrir un grupo de espeleólogos.
Nadie le acompañaba, tan sólo su enorme e incompresible deseo de profundizar en su propio caos, y el frasco con su alacrán sumergido en éter. Dicen que decidió cambiar la prospección por la introspección, pero en realidad nadie lo sabe. Bajó, bajó, bajó y bajó.
Desde ese día no hemos vuelto a tener noticias suyas. Era un hombre raro, quizás por eso, en el barrio, siempre le llamaron «El alacrán».
José Fernández Belmonte
Una lástima que definamos a ese tipo de hombres como raros. Creo que deberíamos ser más buscadores, investigar tanto en el exterior y la vida como dentro de nosotros mismos. Además de aprender mucho, también seríamos más felices.
Os invito a probarlo.