El árbol más viejo del mundo
“Los árboles son santuarios. Cuando hayamos aprendido a escucharlos nos sentiremos en casa. Eso es la felicidad”.
Herman Hesse.
-¡Bajate que te vas a quebrar una pata!, le decía Pablo a su hijo Lorenzo una y otra vez. Pero esa vez que se cayó estaba tan lejos del piso que no podía ver ni siquiera la bicicleta que había dejado apoyada en el mismísimo árbol en el que estaba trepado.
Lorenzo tenía once años y desde los siete, tenía también, una obsesión con los árboles. No salía a jugar, no tenía videojuegos, no leía libros, ni andaba en bici. A la bicicleta la cambiaba de lugar en el patio cuando le molestaba, porque casi no la usaba.
Nariz chiquita como un botón, respingada, pestañas largas como las plumas de un plumero, piel blanca como la tiza, y cuando se ríe se le hacen dos pocitos capaces de retener varias lágrimas, o de albergar a cualquiera que quisiera nadar en calma.
-Papá ¿viste que la semana que viene cumplo doce, no?
-Sí, Loren. ¿Ya tenés en mente qué regalo querés?
-¡Y claro!
-Mmmm… ojalá pueda comprártelo. Ya sabés que papá va a hacer todo lo posible, pero acordate que estamos solos y…
-Pero papá, esto no sale plata.
-¿Ah, no? ¿Y qué te gustaría?
-Conocer el árbol más viejo del país.
-Pero no sé si se sabe cuál es el más viejo. Creo que es imposible saber la edad de un árbol.
-¿Imposible? Yo lo voy a encontrar.
Una semilla, un árbol, una flor, un fruto, una gran sombra, aire puro y limpio, la belleza inigualable del paisaje. Un agujerito en la tierra, poner un tierno brote, hundir las manos en la tierra, regar con agua y contemplar cómo crecen una vez que fueron plantados.
Pablo le regaló a Lorenzo para su séptimo cumpleaños un Lapacho Morado, y lo plantaron juntos en el medio del patio. Desde ese día, Lorenzo, no se despegó nunca del árbol: se despertaba y, antes de tomar la leche, iba a saludarlo; a la tarde llevaba a todos sus amigos a jugar ahí, y antes de irse a dormir siempre lo saludaba acariciándole el tronco.
Esa noche, que le dijo qué regalo quería a su papá, no podía dormir. Retorcía las sábanas con sus manos, se tapaba la cara con la almohada, se destapaba, daba vueltas para la izquierda, para la derecha, y protestaba. Se levantó a tomar agua y se quedó sentado un rato largo mirando el árbol a través de la ventana.
El patio era inmenso y , si los hubiesen plantado, entraban cuatro Lapachos más. Las hojas rosadas estaban esparcidas sobre cada rincón de tierra y pasto, algunas se colaban por las ventanas abiertas y hacían un lío hermoso dentro de la casa que, por supuesto, Pablo se encargaba de limpiar cada día.
-¿Loren qué hacés despierto tan temprano?
-No pude dormir papá.
-¡¿Me estás diciendo que no dormiste nada?! ¿Qué te pasó?
-Es que no me podía dormir pensando en eso que me dijiste que es imposible saber la edad de un árbol. Y es mentira.
-No me digas mentiroso. Dije eso porque creo eso. Creo haber escuchado eso.
-No te dije mentiroso. Igual quiero contarte que encontré algunas formas de saber cuántos años tienen.
Los árboles parecen crear un mundo propio dentro de ellos mismos y generar lugares imaginarios donde todo es posible. Nos conectan con otros y unen pasado y futuro. Por eso esconden su edad, para mantener la magia intacta.
De todos modos existen diferentes formas de poder adivinarla, como una especie de juego, porque nunca se puede saber exactamente. Por lo que se puede optar por contar los espirales, aunque el método no es tan aproximado como el de hacer un corte en el árbol y contar los anillos, pero ¿vale la pena cortarlo sólo para despejar una duda? También se puede multiplicar el diámetro por el factor de crecimiento, que es la anchura que gana anualmente, y si se conoce la media anual de anchura de los anillos de esa especie, se puede multiplicar por el diámetro del tronco. Pero además también hay que tener en cuenta que los factores de crecimiento son diferentes y dependen de su entorno. Por ejemplo, los árboles en los bosques crecen más rápido que en las ciudades.
Pablo se pasó toda la tarde averiguando en qué lugar está el árbol más viejo de Argentina. No sólo por el amor que sabe tiene Lorenzo por los árboles, sino también por haberlo visto tan entusiasmado buscando información. No podía no intentarlo.
Los rayos del sol fruncieron el ceño de Lorenzo y lo despertaron. Pablo lo estaba esperando en la mesa con la leche y las vainillas de todas las mañanas.
-Armá el bolso que mañana nos vamos a San Luis.
-¡Ahí está el árbol más viejo del mundo!
-Del mundo no Lorenzo, del país.
Miguela
Me encantó el relato por el tema elegido, la tierna descripción de Lorenzo y la escena que no decae en ningún momento. Esta lectura también es un regalo.
Cordial saludo.
Betty Badaui