El espejo. Por José Fernández Belmonte

El espejo

Mi espejo y yo nos llevamos cada vez peor. El pleito viene por su denodada afición por el engaño. De un tiempo a esta parte la ha tomado conmigo. Le tengo tanto temor que, cuando necesito mirarme en él, entro en su campo de visión poco a poco para no provocarlo. Creo que disfruta mostrando mi rostro envejecido. Me refleja con más papada que un obispo. Yo le pido que no me trate así, que me refleje tal y como soy, pero se muestra impasible ante mis reiteradas súplicas. Cada vez me refleja con menos pelo. De hecho, cuando me atrevo a mirarme, en lugar de mejorar mi imagen, lo que hace es agudizar mi alopecia. Y no quiero contarles las trastadas que me hace cuando me refleja desnudo.
Creo que se regocija de mi desmoralización. En parte lo comprendo, debe ser muy aburrido eso de estar colgado todo el tiempo, y de tener que brindar siempre el protagonismo a los demás, pero yo no tengo la culpa de su frustración. Sé que le hubiera gustado más ser un inodoro, o un bidé de porcelana con grifería dorada. A mí también me hubiera gustado ser el abuelito de la Heidi, y vivir en los Alpes Suizos, y tener trescientas vacas suizas, una colección de relojes suizos, y una navaja suiza, y una cuenta en Suiza. O mejor dos.
Únicamente lo siento relajado cuando le pulverizo con el limpiacristales y le paso el papel absorbente. Entonces lo siento fresco, reluciente y alegre. Aunque esa sensación dura lo que tardo en regresar de guardar los trastos de la limpieza y en mirarme de nuevo en su cristalina superficie.
El detonante de que acabara anoche en el contenedor de la basura fueron las arrugas. Me percaté de su impostura mientras me afeitaba. Tras quitarme el jabón, ¡zas!, al menos me cascó cincuenta nuevas. Y no arruguitas, no, ¡arrugotas!, como grietas en el fondo de un pantano reseco. Así que, presa de la ira, lo descolgué de mala manera, me lo puse debajo del brazo, bajé por las escaleras, abrí la puerta de la calle ante la atónita mirada de varias vecinas que platicaban en el portal sobre el comportamiento inmoral de la vecina del segundo B, crucé la calle, abrí el contenedor verde de la materia orgánica o inclasificable (nunca me aclaro con eso) y lo lancé a su interior como un sepulturero arroja los huesos desahuciados en un osario.
Aún con el recuerdo sonoro de mi despecho retumbando en mis oídos, fui a comprar otro espejo. El quinto en los últimos cinco años. Salgo a espejo por año. Siempre acudo a la misma tienda, la dependienta tiene tan generosa la sonrisa como el escote. El año pasado, con el espejo que acabo de reventar, me regalaron una escobilla del váter plateada. Me hizo muy feliz. En mis cincuenta y cinco años nunca había disfrutado de una escobilla de similares características y prestaciones. Con el espejo que acabo de comprar me han regalado un cepillo de dientes eléctrico.
Al colocar el nuevo espejo en mi cuarto de baño, le he puesto en antecedentes y nos hemos caído bien. Espero que la relación que hoy hemos comenzado nunca se enfríe y nos colme a los dos de felicidad. Avisado queda.

José Fernández Belmonte
Blog del autor

7 comentarios:

  1. Yo tengo complicado lo de estrenar espejo cada año. Sucumbí a la moda de encastrarlo y ahora no solo me devuelve las arrugas, sino los michelines y otros muchos defectos de la piel. Ocupa casi toda la pared, el desgraciado.
    Me encantan tus «lúcidas locuras» y que sigas rompiendo espejos sin temor a sus mágicas represalias.
    Un abrazo.

  2. Sí, Elena, mil gracias por tus alentadoras palabras. Hace algún tiempo escuché a alguien decir que vivimos en un mundo de locos. Y yo, que siempre fui un tipo facilón, me dejé llevar. Saludos.

  3. Los espejos son unos mentirosos; nos muestran la izquierda en la derecha , y son políticamente cegatos.

    Que gozada, quedar atrapado entre estas líneas sin perder la sonrisa. Magnífico sentido del humor y singularidad. Me ha encantado leerlo.

  4. Ameli, ¿Qué se supone que debo responder en estos casos? Es que me dejáis sin palabras. Por cierto, ¿No serás mi admirada Amelie Nothomb?
    Un abrazo

  5. Mucha sabiduría contada con humor: el rechazo a nuestra propia imagen, a no reconocernos en la que nos devuelve el espejo. Creer que somos diferentes de lo que somos. Negarnos.

    Saludos.

  6. Cuesta mucho aceptar que nos hacemos mayores. Nuestra mente sigue sintiéndose joven y, sin embargo, ya no podemos ni con nuestro cuerpo.
    Un abrazo Clara.

  7. Gloria Magaña Pardo

    Los espejos mienten con demasiada frecuencia.

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