Hermes Trudent estaba a punto de encontrarse con algo que iba a cambiar su existencia para siempre, rutinario y banal, pero tentador como la manzana del paraíso.
Hermes se dirigía al museo de ciencias naturales a cubrir dos turnos hasta bien entrada la madrugada. La nieve recién caída, igual que puñados de harina, delataba sus huellas. En las zonas umbrías se había congelado y caminaba atento para no resbalar aquella mañana de Nochebuena de dos mil doce. Los mayas habían predicho el fin del mundo para unos días antes. Pese a todo, la tierra aún giraba y permanecía de una pieza.
«No se preocupe, señora Harrison, haré mi jornada y la de Nelson sin ningún problema…», le había dicho a su jefa, atento y servicial como de costumbre.
Una esposa radiante trinchando un pavo, unos niños correteando entusiasmados cerca de un árbol repleto de luces y regalos, o acaso el reconfortante crepitar de una chimenea…, no, nada de eso le esperaba hoy a Hermes. La maldita Navidad y ese espíritu que parecía levitar de formar desigual sobre los asuntos humanos, le parecían un invento de mierda, sobre todo desde que él y Marie decidieron separar sus caminos.
Antes de enfilar las escaleras del museo, se encontró con el puesto callejero de una curiosa mujer que vendía pastelillos calientes. Estaban dispuestos en bandejas de cartón dorado de diferentes tamaños y tenían un aspecto muy apetitoso. Un letrero de pulso precipitado e infantil anunciaba:
«Pruebe los espíritus de Navidad… ¡son deliciosos!».
El nombre de esos dulces con forma de buñuelo le hizo sonreír, «vaya ironía», pensó Hermes mientras pedía dos «espíritus» para llevar. Los ojos de aquella mujer, oscuros y penetrantes, tan atractivos como el género que vendía, se le clavaron en algún lugar recóndito de su ánimo. Una sensación nueva, distinta, humedeció sus sentimientos como tenues gotas balsámicas y reparadoras. Hermes se sintió incómodo, extraño. Sus plomizos arrestos le habían forjado una voluntad inquebrantable desde que no vivía con su familia. Ni siquiera imaginar a Marie con Malcolm, su nueva pareja, sonriendo satisfecha al ver a sus hijos y a los de él abriendo sus regalos de Navidad, o gimiendo de placer cuando hicieran el amor aquella madrugada, lograban perturbarlo. Cuando se separaron decidió poner un candado a todos sus reconcomios. Y ahora, la mirada de esa vendedora ambulante, igual que un cofre custodio de inimaginables secretos, le ponía la llave en sus narices. Con unas manos resueltas y sin dejar de observar a su cliente, introdujo los dos bollitos en una caja roja que cerró con un lazo verde.
Hermes subió los escalones que le separaban del museo mascando esa rara impresión que ya flotaba en su ser. Antes de entrar, echó unas monedas en la máquina de café. Era un aguachirle infumable, pero le vendría bien algo caliente para acompañar los pastelillos y templar el cuerpo. Metió el anorak en su taquilla y se sentó en su puesto, listo para degustar esos suculentos «espíritus de navidad». Aún faltaba más de una hora para que el museo abriera sus puertas; no obstante, en Nochebuena la confluencia de público era más bien escasa. Pegó un bocado a uno de los bollitos y su memoria le llevó hasta la tarta de crema que hacía su madre en Navidad; estaban realmente exquisitos. Al acabar de saborear el segundo pastel sintió una felicidad inusitada, el presentimiento de que esa noche solo podía ocurrirle algo bueno. Una emoción parecida a la de sus hijos cuando, expectantes, se iban a la cama con la ilusión de Papá Nöel en sus sueños. Desde luego, eran sensaciones que Hermes había enterrado hacía mucho tiempo.
A las cinco de la tarde en punto echó el cierre, pero él debía alargar su vigilancia hasta la madrugada del día de Navidad. Cogió su novela y buscó una postura cómoda en la silla. De pronto, una mujer apareció frente al mostrador. Una belleza espectacular de no más de treinta años, ojos verdes, cabello taheño y nariz griega lo observaba como presa de un hechizo.
—Oiga, señorita… o señora, ya hemos cerrado. Es normal que en un sitio tan grande se haya distraído. Venga, le acompañaré a la salida… —le dijo Hermes haciendo gala de unos modales cordiales y educados.
—Déjame quedarme aquí contigo. Está oscureciendo y con este frío comenzará a nevar de un momento a otro. Vivo lejos y se me ha hecho muy tarde.
—Pero… ¿señorita?
—Sí…
—¿No tiene usted dónde ir, mujer? Tendrá una familia que le espere para cenar…, hoy es Nochebuena.
—No te preocupes, no tengo a nadie —le dijo la chica intentando leer la plaquita identificativa del bolsillo de su americana—. Solo necesito guarecerme esta noche, Hermes, mañana me iré.
Una mirada esmeralda, suplicante y profunda como un horizonte marino, y la calidez de su voz afrutada consiguieron convencer al guardián del museo, que volvió a sentarse en su puesto detrás del mostrador. La mujer abrió una bolsa y sacó una botella de champán francés y algo para picar. Le ofreció a Hermes que la observaba fascinado y satisfecho de haberle dado refugio una noche como aquella. Se alegró de no estar solo y aceptó la invitación.
—Lo había comprado para mi cena, pero me resulta muy agradable compartirlo contigo ahora.
Hermes se levantó con la idea de comprar más pastelillos calientes y de sacar café de la máquina de la entrada. La mujer lo miraba con sonrisa maternal, ojos chispeantes y boca seductora. Era lo más bonito que él había visto en su vida. La vendedora ambulante había desaparecido y comenzaba a nevar tal y como ella aventuró. Regresó con dos humeantes aguachirles.
—Ya no necesitas más bollitos, Hermes… —le dijo con gesto cómplice. Se acercó a él y le besó en la mejilla y luego en la boca. Hermes sintió la humedad de su lengua inquieta y se excitó. Sin pensarlo, la cogió en brazos y la llevó a la salita donde estaban las taquillas y una cama turca para los vigilantes del museo. Ella le quitó la camisa y comenzó a acariciarle el pecho y los pezones con una dulzura que a Hermes se le antojaba desconocida. Él la desnudó poco a poco, bebiéndose cada rincón de su piel que quedaba al descubierto. Pasaron mucho tiempo entre besos, abrazos, y caricias. Hicieron el amor de una forma lenta y acompasada, sin prisas, como si los granos de arena también se hubieran congelado. El sexo y la excitación apresurada pertenecía a esas mujeres fáciles con las que Hermes se desahogaba algunas veces. Se durmieron abrazados, parecía que llevaban una eternidad haciendo lo mismo…
Cuando despertó, ella se encontraba a los pies de aquel catre destartalado y perezoso como un ángel caído del cielo. Le sonreía y en sus ojos se concentraba toda la dulzura y el amor del mundo. Hermes pensó que quería pasar el resto de su vida al lado de aquella diosa llamada… ¡ni siquiera lo sabía!
—No importa cómo me llamo, Hermes. Tengo el nombre que cada uno quiera darme, lo importante es lo que soy… —se adelantó ella adivinando sus pensamientos. Hermes se incorporó de un brinco.
—¿Puedes leer mi mente? ¿Quién eres?
—Soy el espíritu de la Navidad, Hermes…
—¡Venga ya! —exclamó con sorna—No te rías de mí, por favor… ¡Yo detesto el maldito espíritu de la Navidad y esas chorradas!
—Pues anoche no lo parecía… —le dijo mientras le acariciaba el cuello con dedos de terciopelo—, me amaste de verdad. Me sentí una mujer completa, deseada y muy satisfecha. Pero ahora tengo que marcharme, debo estar con otros que me esperan…
—¿Cómo?, ¿eres una…? —ella no lo dejó terminar.
—No soy una furcia, Hermes. Ya te he dicho quién soy. Dispongo de poco tiempo y todavía hay gente que me necesita. No siempre penetro en vosotros por las mismas puertas, cada persona es un mundo de infinitas posibilidades. Tu entrada ha sido acostarme contigo…
—Y lo has hecho tan bien, cariño… —le susurró Hermes mientras le tocaba los pechos—, que he vuelto a enamorarme y hacía mucho que algo así no me ocurría en esta vida de mierda que llevo… Vaya, te has excitado otra vez, ¿ves? —le dijo mientras le señalaba sus pezones erectos debajo de un flamante vestido rojo —¡No puedes ser ningún espíritu, eres una mujer de la cabeza a los pies!
—Sí, Hermes, para ti soy la mujer que tú deseas y ¡claro que me excito con tus caricias! Pero no es así con todos y no siempre hay relaciones íntimas, ¿entiendes? Cada uno tiene sus propias necesidades… A veces soy una mujer, otras un anciano, una jovencita, un niño…, incluso, un animal o una planta…
—¿Una… planta? ¡Pero qué tonterías estás diciendo, quién seas!
—Hermes, cariño, debo irme…
—¡No… espera! Al menos déjame que te invite a desayunar. Después, no se, podríamos… —los ojos del vigilante, que antes de conocerla lucían planos, imperturbables, se llenaron de ilusión y picardía.
La mujer lo miraba en silencio pero no dijo nada más. Hermes salió a la máquina de la entrada a coger dos cafés y cuando regresó ya no estaba. La buscó por todo el mueso, ¡si hubiera salido por la puerta principal la hubiera visto!
Frustrado y confuso, Hermes Trudent regresó a su casa aquella madrugada del día de Navidad. Su entusiasmo se había convertido en un globo pinchado. Al abrir la puerta de su apartamento una oleada de calor, cargado de recuerdos, le golpeó el desánimo. Vinieron a su mente los ojos y la voz de aquella mujer. De pronto, al llegar al salón, encontró a su esposa y a sus hijos esperándolo al pie de un árbol repleto de regalos y de buenos deseos. Marie corrió a abrazarlo.
—¿Y Malcolm?
—¡Bah! —Marie se acercó y le susurró—: Solo era bueno en la cama…
—¿Mejor que yo?
—¡Hermes! —Marie volvió a rodearlo con sus brazos y lo beso en la boca. Él notó que se iluminaba alguna parte de su ser que había permanecido umbría; una tibieza muy especial que le hizo sentir pleno, ilusionado y dichoso igual que un colegial. Recordó los bollitos calientes y las miradas de las dos mujeres. Empezó a creer que, en realidad, sí se había encontrado con el espíritu de la Navidad: dulce, cálido e intenso. La nostalgia y confusión que sentía por la bella mujer del museo habían desaparecido. Ahora su ánimo estaba anegado de Marie, de sus hijos y de un nuevo comienzo.
Colaboradora de Canal Literatura en la sección “Palabras desde mi luna”
marsolana@canal-literatura.com
Bueno, Mar, derrochas literatura en cada párrafo, en cada diálogo. Me encanta cómo dibujas a Hermes, como ambientas el relato nada más comenzar.
Un abrazo y mis mejores deseos para estas fiestas.
¡Gracias, Manuel! Me alegra que hayas disfrutado con la historia de Hermes 😉
Te deseo lo mejor para este año que estamos a punto de estrenar.
Un fuerte abrazo.
Tengo que reconocer que no es un cuento de Navidad de los de toda la vida. Sobre todo por lo que atañe a la personalización del espíritu navideño.
Una apuesta arriesgada y, en mi opinión, exitosa.
Respecto a la redacción, como siempre, Mar, sin tacha.
Felicidades por el relato y felicidad para tu año 2014.