El guiri
La primavera me cayó encima de golpe, inundándome de rubor y calentura húmeda. Andaba yo por el mercado, comprando un ramito de apio verde, cuando sentí un cosquilleo extraño recorriéndome la espalda, la cintura, las caderas, ¿las nalgas? «¡Quieto, ahí!», pensé volviéndome bruscamente. Fue, en ese instante, cuando descubrí la mirada de musgo perlada de rocío de un esbelto guiri desnudándome de arriba abajo. Reprimí el impulso de cruzarle la cara con el ramo de apio o… quizá fue la primavera la que me paralizó. Dejé, dócilmente, que el guiri me desabrochase, uno a uno, y sin tocarme, los botones de la camisa. «¿Por qué no me habría puesto, esa mañana, el sujetador negro de lacitos lilas?», pensé mientras sentía que mis senos cobraban vida propia y se desbordaban del sostén blanco antisexi, sin permiso de mi voluntad secuestrada, en un arrebato, por la primavera, mientras mis mejillas enrojecían cual semáforo en rojo. «¿En rojo? ¡Noooo!», grité para mis adentros. «Nada de prohibido el paso; que siga, que siga». De vuelta por el recorrido de mi encendido cuerpo, la mirada selvática del guiri se paró, al fin, en la mía. Primero me pareció que hacia un gesto de emoticono shockeado, luego, pillín de roling eyes; pero, como yo no respondía a su lenguaje gestual, terminó pareciendo un emoticón confused. «La próxima mirada será de ahí te quedas o algo así», pensé reaccionando con una sonrisa pícara que la primavera –fue ella, lo juro– me dibujó en el ruborizado rostro. Sólo pudimos entendernos mediante gestos. Él intentó hablarme, pero yo no más alcanzaba a emitir sonidos tipo: ¿eeh? ¿eiih? ¿eeeh? y encogerme de hombros como una pánfila mojigata.
«Maineinisrobert», me soltó de retahíla. Desconcertada interpreté que intentaba decirme que era un dublinés de Alemania o quizás un berlinés de Irlanda o viceversa. Posé mi dedo índice en su pecho, diciéndole con tembloroso hilillo de voz: «Yu, Guiri, y punto; yo, Macarena, Aaaaayyy», y le solté un meneo de caderas a modo de baile hortera que él, como buen guiri, reconoció al instante. «Ahh, ja já, yu, yes, ya, oui; Magcaurrena, Aaaay…» E hizo la misma tontería de amago de baile hortera que yo. La mirada, ya, se le había anegado de amistad y me regaba con ella todo el cuerpo, cosa que agradecí, pues me enfrió la calentura indecente que me había soltado la primavera sin permiso alguno. Me sentía como mi chucha Mina: completamente en celo. ¡Dios, qué bochorno! ¿Qué sería de mi voto de castidad? «Mira, pues que sea lo que la primavera quiera. No me pienso resistir. Dos años de voto de castidad son muchos días perdidos a pique de que se me sequé la madre», pensé lanzándome a tumba abierta a por el guiri. Eché mano de mi memoria musical a fin de emitir algún sonido inteligible para el esbelto vándalo. Primero acudí a Bob Dylan –aguanchu-anitiu-aloviu–, pero no pareció inmutarse. Mi mente se aferró, entonces, a los Rigtious Brothers. Yujarmai soul an maijear an mi inspireishom… Nada. Fuera pamplinas. La primavera, compasiva, me sopló un himno que entró por mi oído y salió por mi voz canora: ¡Dios salve a la Reina! Chanti ta chan tachán chantatachán tararachaaaánnn… Mano de santo. El guiri dio un paso atrás con los ojos fueras de las órbitas y la boca abierta de puro asombro. El paso atrás no fue para huir, sino para coger impulso y abalanzarse sobre mí alzándome en sus brazos mientras me acompañaba a dúo, con voz de barítono, en el canto del himno de su patria ¿sueca? sobrecogido de emoción. Y así bajamos por entre los puestos de verduras, entre aplausos de los hooligans presentes, hasta la cala de mi perdición. A partir de ese momento todo fue lenguaje corporal salvaje y punto. Después de muchos gestos y caricias, con las miradas, de los ojos pasamos directamente a las manos. No daré detalles de lo que ocurrió después en el tálamo de dunas cuajadas de flores amarillas, por puro pudor. Si diré que mi anorgasmia fue absoluta, aunque el guiri se portó y confundió, además, mis gritos de terror, al verme rodeada de insectos zumbones de los que pican a mala idea, con efectos de su obra varonil magistral. No le quise quitar la ilusión. «¡Torero!», exclamé…, más falsa que Judas, y él, él ya no cabía en su pellejo de orgullosa hombría. Por cierto, hablando de pellejo, no he dicho que el guiri es de piel lechosamente blanca. Estooo, tampoco he contado que el sol, tras la escasa lluvia, caía a plomo sin partículas suspendidas que impidiesen su rabia abrasadora. Opté por abusar del guiri usándolo de sombrilla, obligándole a adoptar la postura del misionero en correcto decúbito prono, más que nada para que me tapase la mirada asesina del rabioso sol. Cuando llegamos al dispensario de salud, el guiri estaba en un ay, con el dorso, de pies a cabeza, de color frambuesa. La geografía frontal de su esbelto cuerpo era de puro nácar: un cucurucho de fresa y nata parecía el pobre hombre, visto de perfil. El médico, algo inoportuno y falto de imaginación, insistió en que había visto muchas quemaduras de segundo grado por insolación, pero nunca con aquella distribución tan rara. Daba vueltas y más vueltas alrededor del guiri achicharrado, frotándose la barbilla, pensando el porqué de aquellas misteriosas huellas blanquísimas, de dos manos perfectamente dibujadas sobre la encendida piel del paciente dublinés de Inglaterra… o irlandés de Alemania ¡Yo qué sé! En el colmo de la exasperación, ante la inacción del galeno, extendí con furia mis bronceadísimas manos y las coloqué sobre las huellas que tanto extrañaban al doctor. Encajaban a la perfección. «¿Entiende, usted, ahora?» El hombre puso cara de emoticono shockeado y, tras un silencio denso, soltó una retahíla en inglés de Alemania o alemán de Irlanda que me sonó a riña colosal. Tras curar al chicharrón, dejándole vendado con aspecto de momia, me exploró la dolorida espalda. ¡Cuánto pesan los bárbaros del norte! «Las siete cervicales, bien; las doce dorsales, pssst; las cinco lumbares, fatales» –guardó unos segundos de silencio, entornó los ojos moviendo la cabeza de un lado a otro y prosiguió su enigmático diagnóstico–. «Por el sacro no podemos hacer nada, lo hemos perdido. Tómese un Diclofenaco cada ocho horas, un protector gástrico y descanso absoluto». Esas dos últimas palabras resonaron con un retintín odioso. De momento, he vuelto a mi voto de castidad, al igual que el pobre guiri. Ese tiene castidad para rato. Pobre hombre. Me siento como una mantis religiosa: macho pillado, macho quemado. No he perdido la vergüenza; de ser así me sentiría culpable por usar al guiri de sombrilla, además de engañarle haciéndole sentir torero de tronío. Ha sido la primavera, la primavera traviesa que se me ha colado en el cuerpo violentamente.
Voy a que me exorcicen o… algo.
Catalina Ortega
¡Qué buen rato leyéndote! Mejor que el del guiri (después de, claro), seguro.
Un abrazo.
Muy agradecida por tu mirada buena, Elena Marqués. ¡Gracias!