Le dolía todo el cuerpo. Al abrir los ojos, los párpados hinchados por los golpes, se percató de que estaba sentado en mala postura. No recordaba nada después de salir del Green Mill y recorrer la Broadway Avenue en busca de un taxi que lo llevara al almacén. Pero el caso es que allí estaba, justo en el centro del cobertizo, bajo una lámpara de luz triste que iluminaba a duras penas su desconsolada soledad.
Frente a la silla donde lo habían dejado atado a conciencia, con una profesionalidad envidiable, se extendían los anaqueles con la mercancía, de lado a lado, y la mesa donde visaba el tesorero los albaranes y las dobles facturas, y donde contaban el dinero a manos llenas como quien mira llover. A lo mejor donde, con la misma indiferencia, se firmaban las sentencias de muerte. El miedo le hizo intuir, grabado sobre la madera con rotundo trazo, su propio nombre con la cruz que marcaba su suerte.
Si giraba un poco la cabeza podía alcanzar a ver la entrada, cerrada a cal y canto, y un poco más allá, formando ángulo con la habitación donde otras veces presenciara las torturas y extorsiones que constituían buena parte de su oficio, el rimero de la discordia, las cajas apiladas donde vibraban al paso del L las botellas que eludieron milagrosamente el decomiso. No había modo aparente de salir de allí con la cabeza sobre los hombros.
Un frenazo brusco y una luz de faros se colaron por la rendija del portón, y al momento apareció el capo y una pequeña cohorte. Se guardaron de entrar en el círculo de luz. Aunque ya no había duda.
—Nos has traicionado, Frankie.
Y luego la ráfaga desde los cuatro puntos cardinales, el colador humano en que iba convirtiéndose mientras pensaba «qué pena no haber avisado a mamá de esto», y, mientras se derrumbaba sin caerse, las seis prosaicas palabras que daban por zanjado el asunto: «El último que apague la luz».
Elena Marqués
Dama Literatura 2013