Eros y Psique
No toda es vigilia la de los ojos abiertos
Macedonio Fernández
Amaneció una mañana de completo lunes, aunque el calendario mostraba ser domingo. Al ser día laborable disfrazado de festivo, las nubes andaban muy atareadas, jugaban revoltosas, cambiando de formas caprichosamente. Mi oficio de «hombre del tiempo» me obligaba a vigilar aquel revuelo de nubes, en un cielo azul que parecía pintado por Magritte.
De pronto, encima de mi cabeza, se detuvo una nube con forma de mujer y, ante mis atónitos ojos, me llovió una criatura ingrávida, sobre los brazos. Parecía dormida, olía a rocío y su cuerpo estaba cubierto por gotas de agua, que semejaban perlas sobre su luminosa piel y diamantes ornando sus largos cabellos oscuros.
–No me sueltes –susurró en tono suplicante–: si posas mis pies en el suelo moriré de realidad. Sólo puedo vivir en las nubes.
–¿De dónde has salido? –le pregunté, titubeante, una vez recuperada el habla.
–Ha sido un accidente. Me salté un stop en mi viaje astral y el golpe me ha precipitado desde un sueño roto.
Y así fue como me quedé con Sol –así la nombré–. ¡Qué otra cosa podía hacer!
Para no llevarla en brazos continuamente, ya que se negaba a pisar el suelo, le construí unos larguísimos zancos con los que paseaba feliz, sobre el cendal del aire. Era un sueño toda ella; la melena ondeando al viento, el traje de gasa semitransparente dejaba vislumbrar su menuda figura. Me acostumbré a verla volar por la playa. Me acostumbre a mirarla acurrucada, en mis brazos, frente a la lumbre. Me acostumbré, me acostumbré…
Se alimentaba de flores: caléndulas, verdolagas, rosas, margaritas… De su cantarina voz acuática, salían palabras extrañas, surrealistas, incomprensibles, fascinantes.
A veces se ausentaba de sí y quedaba en silencio con sus inmensos ojos abiertos, de los cuales, como pájaro inquieto, le volaba la mirada hacia otro horizonte, otro mundo.
Empezó a preocuparme la idea de que, en una de aquellas huidas astrales, se me extraviase y no volviera jamás. Ya no podía imaginar una vida sin mi Sol. Ideé rodear su leve cintura con un suave lazo de longitud infinita, atando el otro extremo a mi cuerpo. Así, de tardar en volver, tiraría del lazo hasta recuperarla. Sol se convirtió, entonces, en una mágica mujer cometa. Volaba y volaba, con el viento a favor, atada al lazo, y volvía contando cosas fantásticas, mientras yo, embelesado, preparaba un suculento plato de pétalos de rosas, aderezado con chorritos de lluvia y hojas de menta.
El Amor es una alucinación de nuestra mente; algo irreal, intangible. Fue por ello que Sol, sin necesitar posar los pies en el suelo, ni bajar de las nubes, como exige la ilógica razón humana, se enamoró de mí. Cada vez se ausentaba menos. Permanecía en casa canturreando y tejiendo, según decía, con hilos de viento y tules de nubes, unas bellísimas alas blancas.
Un día, o quizá fue una noche, enredados en los juegos del amor, el lazo nos unió por la cintura hasta dejarnos fundidos, amándonos para siempre. Fue entonces cuando Sol me susurró, sin apenas despegar sus labios de los míos: «La vida no es más que la pesadilla de un mal sueño. Soñemos juntos, el Amor ahuyentará el horror de quedar atrapados en un vivir la monstruosa realidad». Mientras pronunciaba aquellas palabras, selló con besos, a mi cuerpo, las alas tejidas con hilos de viento y tul de nubes, llevándome con ella a su mundo soñado. ¿Soñado? No lo sé.
Vivimos en las nubes.
Catalina Ortega