Por fin mi vientre está desinflado, vacío… pero sólo oigo el sonido de las olas del mar, e imagino que lo estoy soñando, porque el mar está lejos, muy lejos, como mis recuerdos. Es verdad, estoy soñando. Sujeto una caracola contra mi oído, y pienso que ojalá todo fuera igual de sencillo. Cuando me canso de escuchar el sonido del mar, me pongo a correr por la playa. Es una playa infinita, de esas que no se ve donde acaba, por eso corro tan deprisa, porque no tengo miedo a que se acabe. Todavía no sé que hay un principio y un final para cada cosa. Simplemente soy una niña feliz que se limita a correr por una playa infinita. Nadie viene detrás de mí, ¿por qué?
Por fin crucé el Estrecho, y todo parece que está tan lejos y tan cerca… sobre todo cuando oigo a un almuecín llamando a la oración. Su sonido me desconcierta y me pregunto: ¿dónde estoy? Creí haber cruzado el Estrecho ayer, sola, sin la compañía de Eric. ¿Por qué me dejaste sola? Yo sé mejor que nadie que ésta es una pregunta retórica. Cuando me fui, yo al menos sabía y quizá él no, que esta experiencia era mi prueba de fuego para demostrarle a él que podía salir indemne ante la rígida cultura marroquí en la que me he criado, sin embargo, él no conoce el alcance de esa decisión, porque como buen occidental que ejerce de turista accidental en el Magreb, desconoce las sentencias que contiene el Corán. Mi familia tampoco sabe lo que he venido a hacer aquí, ni lo que este viaje supone, para mí, para ellos. Ellos creen que estoy ampliando mis conocimientos sobre el Islam, lo que no es verdad, pero mi mentira no es completa, porque esta gran ciudad y sus magníficos palacios, me recuerdan tanto al lugar donde yo nací, que se comportan como la voz de mi conciencia. Me siento asustada, como cuando era niña y corría sola por la inmensa playa de Agadir. Entonces huía, ¿y ahora?
Por fin me veo libre, aunque yo sepa que no lo soy, ¿hasta cuándo? Oigo como alguien camina por el pasillo del hotel y abre puerta tras puerta, de lo que imagino serán las habitaciones. Dentro de poco le tocará a la mía, pero yo no quiero que nadie me vea así, tumbada, lánguida y perdida. No quiero ver a nadie, tan sólo a él, a Eric. Ahora me arrepiento de haberme mostrado tan autosuficiente, tan heroína de una batalla que de antemano ya sabía que estaba perdida, pero tenía que demostrarle que podía y puedo hacer muchas cosas sola, aunque ante sus ojos sólo sea una chica de la alta burguesía marroquí o él crea que me comporto como la sombra de una joven occidental atrapada en el mundo de las mezquitas. Él todavía no lo sabe, pero yo me siento mujer de piel hacia adentro y heroína de entrañas hacia fuera.
Otra vez estoy lista para ti y para nuestras pasiones desnudas, ¿me desearás de nuevo? Qué lejos te siento, y no me refiero a la distancia geográfica que nos separa. No pensaba que esto iba a pasar, en mis planes no figuraba el vacío que ahora siento por dentro. Es una sensación que también te afecta a ti y que se escapa fuera de mi desafío y de mis ganas de alcanzar la verdadera libertad en mi vida. ¿A veces nos resulta tan difícil elegir nuestro propio camino? A mí no me educaron para tomar decisiones, pero mis entrañas de mujer me impiden rendirme ante el destino que otros han trazado por mí, incluso tú, mi rubio noruego. Ahora soy consciente que preferiste escurrir el bulto, enmascarando tu decisión y tu apoyo en la distancia que yo necesitaba para poder decidir por mí misma, pero lo que tú tampoco intuiste es que esa era una trampa que yo me había fabricado sola, sin tu ayuda. Sin embargo, yo sí sabía que se trataba de la libertad de los condenados, esa que no te da opción a cambiar las incógnitas de las ecuaciones. Aunque como verás, yo supe cambiar la solución al problema.
Por fin soy capaz de abandonar la habitación del hotel, aunque una voz me persigue. Es un sonido que no deja de martillear a mi cabeza, y que para mi desdicha se encuentra posado en el fondo de mi conciencia. Es una voz clara y nítida, una voz que en apariencia nunca se equivoca, pues se encuentra parapetada detrás de una inmaculada bata blanca. Es una voz que de repente se convierte en persona, y que ante mí, se transforma en la dependienta de la farmacia diciéndome si quiero la pastilla genérica o la de algún laboratorio en concreto. Y yo como una idiota, le digo que me dé la que sea mejor. Ella me mira extrañada y envuelve una caja blanca en un papel semitransparente que mantiene a salvo el anonimato de la medicación que me acaba de dar. Me pregunta si estoy bien y me recuerda lo que debo de hacer, pero yo sólo soy capaz de bajar la mirada, que el opaco pañuelo que me protege el cabello, no me deja esconder. Salgo de la farmacia y enseguida comienzo a correr. Cuando llego al primer semáforo ya he perdido el pañuelo que me tapaba la cabeza, y me doy cuenta que no necesito huir. Es la primera vez desde que llegué a mi destino, que soy consciente que tengo miedo y estoy perdida dentro de uno de mis laberintos interiores.
Recompongo mis maltrechos sentidos, y lo primero en lo que pienso es que por fin soy libre, aunque para ello tenga que andar sola por una ciudad española. Estoy lejos de todo aquello que hasta ahora me transmitía seguridad y confianza, pero nunca antes pensé que me encontraría tan bien y en paz conmigo misma. Pero mi bienestar sólo dura el instante que mi mente me proporciona esa sensación placentera que conlleva mi libertad de elección, porque en el fondo, sé que me estoy condenando ante los ojos de todos, Alá incluido. Al menos, sé que él me perdonará, y para eso he venido, pero mis padres no lo harán y me repudiarán para siempre. Esa es la condena por mi libertad. Mi ingenuidad de niña, transformada en las falsas transgresiones a los límites establecidos de una mujer nueva, me deja de nuevo sin aliento para otra cosa que no sea seguir huyendo ¿pero hacia dónde?
Vuelvo a correr sin ningún destino fijo. Necesito huir y liberarme de aquello que me presiona. Busco algo en lo que sumergirme, e inevitablemente pienso en el mar y en la infinita playa de mi infancia. Sigo corriendo entre rostros que no me dicen nada. Estoy huyendo sola, enarbolando la solitaria bandera de mi libertad de elección, pero lo hago perdida en mi mudo anonimato. Nadie me mira. Todos caminan ausentes a la batalla que estoy librando. El mundo es ajeno a mis esfuerzos, pero mi cuerpo no, y me pide que pare. Un dolor intenso en mi vientre me dice que correr no es la opción adecuada. Me paro y por fin me doy cuenta que tengo que salir de la frontera de mis sentimientos si no quiero acabar hundida por el destino que yo misma he decidido trazarme, lejos de todo aquello que me es familiar. Pero todavía hay algo dentro de mí que no se acopla a esta nueva identidad de mujer sin trabas. Y pienso en mi padre, en la vez que le pillé con mi tía en la cama de la habitación de mi hermana mientras mi madre creía que estaba ocupado en una reunión de trabajo con sus cuñados, y cuando recuerdo esa imagen, no puedo reprimir preguntarme una y otra vez por qué. Sí, por qué tuve que dejarlo todo para salvar mi vida, y convertirme así en una exiliada de mi propia existencia. Despojada de todo aquello en lo que creía y lo que amaba. La cabeza me da vueltas, pero antes de caerme al suelo, todavía doy gracias a Alá porque mi coraje se ha aliado con mi destino, y los dos juntos han conseguido que mi padre no se haya enterado que el hijo que llevaba dentro era de un hombre extranjero.
Cuando me vuelvo a despertar, intuyo que estoy en un hospital. Las sábanas de color blanco con una banda azul que dibujan el nombre del centro médico así me lo atestiguan. Pero esta vez, no me preocupa presentar una nueva batalla a mi destino, y decido relajarme buscando un lugar que me permita seguir soñando. Y como si fuera un milagro, cuando poso mi mirada en la ventana, amanece.
FIN
Ángel Silvelo Gabriel