En la urbanización de gente afortunada en la que habito, todas las tardes, cuando me pongo a leer en la terraza, escucho el canto de un gallo. Y no se crean que lo del gallo no me inquieta. Me inquieta, y mucho, por lo atípico de la situación. ¿Quién puede tener un gallo, o mejor dicho, un gallinero en una urbanización de estas características?
He visto gente con coches de alta gama, con mansiones de concurso, con piscinas climatizadas y trampolín olímpico, con familias impolutas que parecen sacadas de una revista de diseño, pero ¿qué narices pinta un gallo en un escenario tan bucólico como este?
Cada vez que leo a Murakami al fresco, y escucho cantar al gallo, me pregunto: ¿qué hacemos ese gallo y yo en un sitio como este? Y no sé que responder.
El gallo, Haruki Murakami, y un servidor de ustedes, disfrutamos de una misteriosa sincronía. Sí, sí, no se rían, que la cosa no acaba ahí. He observado también que cuando leo a otro, por ejemplo, a Juan José Millás, en lugar de cantar el gallo, sale la ardilla que vive en el pino medianero del vecino, y me mira con toda la afectuosidad con la que te puede mirar una ardilla un rato antes de cenar. Algo parecido sucede cuando leo a la alocada Amélie Nothomb, pero en el caso de la belga nipona me acuden cientos y cientos de mariposas que, en ocasiones, hasta me molestan, sobre todo cuando se me posan en la nariz. Pero si les cuento que cuando leo a Ondjaki, ese angoleño que vive en Brasil, al que publican en Argentina, y que escribe con toda la magia del continente del que procede, sale un salamanquesa que vive en mi casa desde que la construí, se sube a la mesa, y me guiña un ojo… Claro que, si no se creen esto, no sé si contarles qué sucede cuando leo al polaco Mrozek, o cuando leo al austriaco Zweig, o al imprescindible y galardonado francolibanés Amin Maalouf. Bueno, lo que ocurre cuando leo al francolibanés que escribió León el Africano es más fácil de entender: acuden a mi patio ipso facto todos los gatos a los que engorda una vecina que no tiene otra cosa mejor que hacer que cebar gatos, por lo que la población gatuna de la urbanización se ha multiplicado por diez, empiezan a escasear los gorriones, y hasta han subido el precio de las sardinas en la pescadería. Una cosa lleva a la otra, ya me entienden.
No fue fácil llegar a la conclusión de que, en esta urbanización de gente tan afortunada —hasta contamos con un ciclista bajito de talla internacional que sale mucho en los telediarios—, la literatura y la naturaleza conviven estrechamente ligadas.
De hecho, ayer, cuando regresé de la librería llevando en el asiento del copiloto el último libro de Jesús Carrasco, nada más pasar la barrera de control, comenzó a perseguirme un perro que ladraba como si hubiera visto en mi coche al mismísimo demonio. Más tarde, cuando saqué el libro y vi la oveja que salía retratada en la portada, comprendí al pobre can. Y es que hay perros que tienen el olfato muy fino para la cosa de la literatura.
Los que vivimos en esta urbanización somos gente muy afortunada, ya lo creo. Sobre todo a los que, como a mí, nos apasionan los bichos con muchas hojas y los libros con patas.
José Fernández Belmonte
Yo quiero mudarme a esa urbanización!! Con gallo incluído si puede ser. Con amplias vistas desde la terraza a un horizonte magnífico y surrealista. A ser posible con un vecino que me haga sonreir como usted.
Me hace pasar unos ratos divertidísimos. Gracias y un abrazo.
Estoy con Amelia. Será que mi calle carece de interés y por eso leo de muros para adentro, donde a lo más a que puedo aspirar es a que las letras se conviertan en hormigas. Y esas no sé qué ruido producen.
P.D. A mi gato le gustan bastantes mis lecturas. Ronronea igual con Wilde que con Trapiello. Solo me mira raro cuando cojo un volumen de poesía.
Pues yo no sé si me dudaría a esa urbanización. A mí leer me gusta en silencio. Todo lo que me aporte el libro lo quiero dentro de mí: sean voces o imágenes. Me inquieta ese gallinero (¿patio de vecinos?). ¡¿Y ese gallo qué hace cantando al atardecer?! ¡¿Y qué belleza puede haber en una calle donde están desapareciendo los gorriones?! Esas avecillas libres y amorosas y… frágiles. Y románticas.
Solo el encantamiento de tus palabras puede hacernos creer lo que no es. ¡Ay, cuántas veces nos dejamos llevar por lo que parece y no es! Esa es mi tragedia. Aunque, cuando es por la gracia del arte, como en tu caso, bienvenido sea.
No quiero oír más gallo que el que me anuncie la mañana y me haga saltar de las sábanas. Después, en la tarde silenciosa, leer todos esos libros y, a ser posible, contigo. ¡Es tanto y tan bueno el humor que nos brindas! Quiero contar contigo los gorriones cuando vuelvan a sus nidos. También compartir aquel hotel. Ya mítico. Y, al final del día, solo el cielo vestirá de «azul».
P. D. ¿Hace falta que te diga lo muchísimo que me ha gustado? Puedo estar equivocada en mi interpretación, pero no en valorar su calidad. Enhorabuena, José Fernández Belmonte.
Gracias por vuestra generosidad. Aquí da gusto escribir… Saludos