David Fincher, THE KILLER
Como una bala que te perfora el cerebro. Así se nos presenta el asesino de este film en un plano secuencia deudor de La ventana indiscreta, aunque lo haga en un sentido inverso al que James Stewart experimentaba en este clásico del cine. El cazador cazado podría ser un buen símil final en el que situar al meticuloso Michael Fassbender en uno de los mejores inicios de una película en los últimos años, por lo que tiene de certero, especulador, sistemático y narcisista. El juego y contraste de luces, sonidos y escenografía contribuyen a ello, y a que este cómic, sonoro y en movimiento, atraiga la atención de un espectador que deambula de uno a otro lado de la esfera fílmica que se le proyecta sin tiempo para pensar, entre otras cosas por la voz en off del protagonista; una especie de conciencia que nos habla de él y de nosotros. Ese imprevisto imán se prolonga a lo largo del primer capítulo (de los seis que consta la película), en un París quieto y adormilado que, sin embargo, poco a poco se va desperezando bajo la mezcla de planos frontales e imágenes en picado que nos muestran una ciudad que bosteza bajo la timidez de un sol que en un instante se hace dueño de la escena. Imágenes que contrastan con el magnífico montaje de la motocicleta en su recorrido por las calles de una ciudad que sale de su letargo tras las sirenas de los coches de policía que la recorren. Sin duda, una de las muestras más inteligentes de esta película es el montaje que se nos ofrece sobre la acción y la narración interior del protagonista, al que acompaña una magnífica banda sonora del grupo británico The Smiths; un ritmo sonoro que ayuda, y mucho, a ese hipnotismo de planes secuencia e imágenes que se nos agolpan en el cerebro sin poder hacer nada para detenerlo.
The Killer no es una película moralista sobre el bien y el mal, o la frialdad y perfeccionismo que Fassbender muestra ante la muerte que dispensa, sino que su comportamiento se acerca más al nihilismo que Meursault, el personaje de la novela El extranjero de Albert Camus, expresaba ante el óbito de su propia madre. Una distancia vital y existencial que le permite a la película centrarse en la acción y el deleite de imágenes y acciones cuyo único fin es el de la búsqueda del entretenimiento; un entretenimiento a medio camino entre el thriller y el humor negro. Nace así una narración de momentos, destellos y anécdotas que se desarrollan en la mente de un Fassbender atropellado por las consecuencias de un error que nunca debió cometer. La destrucción de esa perfección inmaculada, le hace afrontar sus siguientes retos desde la perspectiva de la redención; una deuda que le llevará del calor la frío, del día a la noche, y sobre todo, a poner a prueba su capacidad para combatir el aburrimiento. En una sociedad donde priman la prisa y el instante, Fincher nos invita a explorar la parte más peligrosa del ser humano: la de combatir los pensamientos más macabros cuando la mente está relajada y en modo piloto automático (visualizada en la película con el ritmo de las pulsaciones del reloj inteligente del protagonista). Esa posibilidad de creación a contrapelo es la que Fassbender emplea para ajustar sus acciones finales en una prolongada repetición de frases prefabricadas de antemano, y que él expresa a lo largo de los capítulos de los que se compone la película, y que configuran esa necesidad de rutina del ser humano a la hora de cumplir sus objetivos. Sean éstos los que sean. Ese distanciamiento del error no forzado es la muestra más próxima al hallazgo de un personaje que se mueve por su frialdad, a pesar de que al final sólo sea la viva imagen del cazador cazado.
Ángel Silvelo Gabriel.