La oscuridad es la nada más absoluta.
Permanezco largos periodos de tiempo sentado al lado de la ventana del salón. Cuando me canso de leer miro al cielo, como si bajo la tenue capa de nubes que lo cubren se encontrasen las respuestas a las preguntas que me acechan y me invitan a meterme en un oscuro agujero. «¿Qué es la eternidad?», me pregunto. Pero la inocencia de mi interrogante se desmorona con el primer golpe de realidad al que tiene que hacer frente. La melancolía de nuevo se apodera de mí e intento engañarla fijando mi mirada en las nubes que se desplazan por el firmamento. «Nada las detiene en su particular e infinito viaje por las alturas», pienso. «¿Qué será el tiempo para ellas? Ellas no piensan», me digo, y al verlas flotar allá en lo alto siento envidia de su ausencia de lazos y ataduras. Nada las impide avanzar y, en ese continuo movimiento, se presentan ante mí como carruajes que transitan por encima de un camino infinito teñido de azul y no de color tierra. Esa bella e insinuante imagen me lleva casi sin quererlo a mis poemas, porque Brown en Inglaterra y Severn en Italia han coincidido en definirlos como «la melancolía de lo inalcanzable». Ellos conocen, tan bien como yo, que mi visión estética de la realidad siempre tiene un valor moral que la hace trascender hacia esa otra realidad donde el poeta deja de ser poeta y se transforma en árbol, pájaro o urna, pues no hay una forma más acertada de llegar a ser eterno que ser otro, sobre todo, si esa mutación es inalterable al paso del tiempo. El hombre es un ser vivo que es incapaz de ser perdurable más allá de sus días terrenales, salvo si tiene la dicha de que aquellos que le llegaron a conocer se comporten como una fuerza transmisora de su vida y sus actos. Fuera de ahí, nada queda, sino la más completa oscuridad. No se me ocurre un contrario mayor a la belleza que la propia oscuridad. La oscuridad es la nada más absoluta. Yo lucho por vencer a esa fuerza que me tumba día a día. La luz en mi vida es la poesía y con ella trato de ir más allá de mi propia existencia y mi propia persona. Quiero acabar con la fugacidad en la que mi alma se encuentra aprisionada en mi cuerpo. Quiero vagar por el infinito sin tener que pensar en un final. Quiero encontrar esa estrella brillante que me guíe más allá del tiempo… «Y así el sublime destino / Que imaginamos para los grandes muertos; / Todos los deliciosos cuentos que oímos y leímos: / Fuente eterna de una linfa inmortal / Que cae sobre nosotros desde la orilla del cielo.» Siendo otro, se viven otras vidas y, además, la percepción del tiempo deja de ser lineal para convertirse en una gran esfera con un punto desde el que poder partir y al que poder llegar. Para mí, la naturaleza es eterna como los ideales y se contrapone a la fragilidad de un mundo físico que tiene sus días contados. «Polvo eres y en polvo te convertirás.» De ahí, que «algo bello es un gozo perpetuo: su hermosura va creciendo / Y jamás caerá en la nada». Esta percepción no habitaba en mí hasta que me puse a escribir. La poesía es la belleza eterna, inalterable al paso del tiempo y a la acción del hombre. Ese es mi mayor tormento en Roma, tener tanta belleza cerca y comprender que nunca será mía, como mía tampoco pudo ser Fanny, el verdadero amor de mi vida, y con el que fui capaz de ser ese otro inalcanzable; un ser impropio de tener un alma humana. En el poco tiempo que me queda quiero ser un prisionero de la libertad y encadenarme a ella como expresión última de la vida. Imploro a mis recuerdos, y entre ellos te encuentro de nuevo: «…capacidad negativa… “aquella por la cual un hombre es capaz de existir en medio de incertidumbres, misterios, dudas, sin una búsqueda irritable del hecho y la razón”. Un estado emocional caracterizado por la indecisión, la inquietud, la incertidumbre y la tensión que resulta de necesidades internas incompatibles o unidades de igual intensidad».
De esa colisión nace mi poesía. Realidad reconvertida en pura imaginación que, como un sueño perpetuo, se libera de las tensiones que todo poeta encuentra a la hora de afrontar la creación de un poema. Libertad, pero no una cualquiera, sino aquella que se manifiesta como pura exaltación de la vida en contraposición a la muerte. Me encuentro exhausto y sin fuerzas para emprender grandes viajes, pero todavía soy consciente de que necesito el estímulo de la belleza para dejarme arrastrar por la ensoñación lírica y, con ello, atrapar lo inalcanzable… Severn se acerca a mí, y al tocarme la frente me dice que tengo fiebre. Yo apenas le oigo, pero sus palabras me han hecho regresar a la realidad más terrenal, a esa que me dice que soy finito como los pájaros que revolotean en el alféizar de mi ventana cada mañana, o como el trigo del pan que ya apenas soy capaz de comer. Y de repente, sin pedirlo ni desearlo, me convierto en una pequeña historia que apenas ocupa unas cuantas hojas. Hojas que en sí mismas poseen esa sensación que se comporta como un objeto que se pierde por una grieta; una grieta que en este caso es una abertura por donde sin darme cuenta se me escapa de las manos la sensación de las vidas soñadas; y lo hace, sin poder evitarlo.
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.