El aro. Por Gregorio L. Piñero. Cuentos estivales.

Cuentos estivales (XXVIII).

La abuela Lola-COLLAGE

El aro

 

       -En esa época de que te hablo, mi buen Cholo, no había en Burete forma alguna de comunicarse con el exterior sin llegarse a Cehegín -me comentó mi pupilo. De modo que, por ejemplo, para avisar al médico era necesario desplazarse hasta el pueblo. El teléfono comenzaba a instalarse en las casas de las villas y ciudades, pero era impensable en los campos diseminados.

       Como consecuencia, no cabía llamar a un taxi y, cuando era necesario desplazarse, el viajero se ponía a la sombra de un buen árbol junto a la carretera y esperaba a que pasase algún coche en el sentido de su ruta, buscando así “combinación” que, a veces, no llegaba.

       Aquella mañana, el abuelo Gregorio buscó “combinación” para ir hasta Cehegín, bajo el gran almendro que había en la intersección de la carretera con el camino de acceso al cortijo. Debía gestionar unos asuntos en el pueblo y aprovechaba para hacer algunas compras. Para el regreso, si no había otra opción, recurría a un taxi o coche de punto -que se llamaban así, por el punto en el que se localizaban pata poder contratar- y bien el Celedonio, o bien el Ventanas, taxistas de Cehegín, hacían el servicio y retornaban en sus coches a aquellos viajeros. Normalmente, en la ida, eran coches de algún particular hacendado, taxistas de Lorca que hacían un servicio y tomaban a más viajeros por el camino o, incluso, un pequeño autobús no regular que recorría aquellas pedanías.

       El abuelo Gregorio regresó en el taxi de Celedonio y trajo abundante compra. Unas cajas de cerveza (botellines), unas botellas de gaseosa, una garrafa de vino de Carreño, y algunos otros productos y medicinas (que era uno de los objetivos principales del viaje). Y para los niños, trajo una bolsa de caramelos de “La Elisa”, de Hellín, y un par de tabletas de chocolate con almendras de la fábrica “Supremo” de Caravaca. También trajo diez o doce bolas (canicas) de china, que eran la ilusión de los niños y unos diábolos para las niñas, que eran el juego de moda.

       El abuelo Gregorio, aprovechando que había cobrado la almendra, quiso feriarnos a todos. Pero…

       -Uno de los juegos de los niños era el correr el aro -me explicó mi pupilo. Se trataba de conducir mediante un alambre doblado en uno de sus extremos en forma de U una yanta de una rueda de bicicleta. Corríamos intentando mantenerla vertical, y hacíamos competiciones a ver quién era el más hábil y veloz.

       Mientras el abuelo Gregorio estaba en su viaje, el Juanico, el Tián y mi pupilo, se pusieron a correr el aro. Sólo tenían dos y el Tián cedió gentilmente al Gregorico el suyo. Cuando mi pupilo comenzó a correrlo -según me contó- camino hacia la era y casa del tío Salvador, al llegar al desvío del camino hacia el puente sobre el “royo” (arroyo) de Burete, que llevaba hasta las fincas altas y a la Sierra, se trastabilló, perdiendo el control del aro y, como era en pendiente abajo, el aro siguió rodando él solo hasta, al llegar al puente, vacilar y caer por su costado a la poza. Así que los tres zagales -Cholo- descendimos por la ribera, para tratar de recuperarlo. El primero fue el Juanico que, como era el mayor, se sentía más responsable. Pero tropezó y cayó de cabeza a la poza.

       Era de muy poca profundidad. El agua no era lo importante, pues a finales de julio y en plena sequía, aquel cauce era mínimo. Lo grave y peligroso era el barro, que era puro cieno. Y el Juanico quedó embadurnado en él, especialmente al tratar de salir de allí agarrándose a unos juncos.

       Le siguió mi pupilo, como autor del desaguisado y quedó rebozado hasta las cejas del cieno nauseabundo.

       Sólo el Tián, que se ocupó de rescatar a los otros de aquella ciénaga, se vio menos perjudicado. Eso sí. El aro fue recuperado.

       Cuando llegaron a las casas, las hermanas, madres y abuelas, tuvieron que desnudarles, baldearlos y enjabonar a fondo y lavar, claro está, las ropas. Al regresar el abuelo Gregorio y tener noticia de la travesura, se enfadó mucho. Y al anochecer, avisó a las zagalas para que se acercaran a la casa y les entregó sus diábolos, poniéndose contentísimas.

       Pero los zagales, nos quedamos sin nada.

       -Estáis arrestados -dijo el abuelo Gregorio con énfasis. Habéis de prometerme que nunca más, nunca más, os acercaréis al puente y menos al “royo” (arroyo). ¡En ningún caso! Si algo se os cae a él, avisáis a un adulto, que ya lo sacaremos.

       -Y nos quedamos frustrados sin regalo alguno, pese a que prometimos nunca hacerlo más. Aunque, al día siguiente, después de haber recibido la lección, nos dio las bolas, para que pudiésemos jugar con ellas rebozándonos, esta vez, con el polvo de la tierra. Se reservó los caramelos y el chocolate.

       -Si bien he de decirte, Cholo, que esa no fue la peor de las travesuras o, al menos, la de peor resultado. Ya te las contaré.

       Y he meditado un poco y mi pupilo hace lo mismo conmigo: cuando no le gusta algo de lo que hago, me arresta sin chucherías. ¡No, si de casta le viene al galgo!

       (Continuará…).

 

Gregorio L. Piñero

(Foto: la mama Lola en Burete y en el «terrao». Abuela de mi pupilo).

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