El Diablo de Papini.
La mayor parte de las afirmaciones no son dogmas. Por tanto, no se le pueden conceder la posesión de la verdad, sino, tal vez, una parte de ellas, pero no el todo. Por eso, el teólogo puede arriesgar en lo que busca, porque ni podrá conocer el todo, ni puede hacer que nuestro pensamiento se sumerja en la nada.
Si tuviese que hacer una pregunta a la incredulidad, sería esta: ¿A qué respondes a un hombre?
El hombre necesita creer en algo. Pero, cuando “cree que no cree”, se fabrica algo en lo que creer. O lo que es lo mismo, un diosecillo menor que satisfaga sus necesidades más primitivas. Y por ahí se cuela el diablo cojuelo y lo invisible del mal actúa. No se ve, pero está. Lo que menos importa es la definición de lo que es. Le ocurre lo que a las ondas hertzianas que pululan a nuestro alrededor. Se manifiestan en el transistor de cada hombre, cuando las sintoniza y las deja entrar. En su figuración poética se le imagina morfológicamente como un ser con cuernos y rabo, de mirada satánica y olor azufrado, una mega criatura espiritual dotada de inteligencia y poder, artífice de la iniquidad.
Papini, autor `prolijo de innumerables libros, destacándose en su producción la obra magna “El Juicio Universal”, escribió un amplio ensayo sobre el Demonio, y, a través de personajes históricos distintos explica cómo puede actuar en los mismos. Uno de ellos es el de Judas. Cuando su mirada se encuentra con la del Maestro entiende lo que ha hecho y los remordimientos le empujan a querer deshacer el trato devolviendo el dinero. Es el inicio del arrepentimiento. Pero fue incapaz de aceptar el perdón, porque pudo en él más la culpa que la remisión, empujándole la influencia del mal al suicidio.
La originalidad de lo que dice descansa en el interrogante que suscita entre los lectores. Como magnífico narrador es capaz de mover los hilos que se entrelazan entre la duda, el riesgo de la respuesta y la mirada puesta en el amor universal.
A pesar de ser poseedor de una vastísima cultura y también intelectual, Papini no era teólogo, pero ciertamente debía conocer que la misión del teólogo es la de abrir vías para acercarse a la verdad, y por tanto arriesgar preguntas. Y para ello debió de mirar lo que dice Pablo en 1 Cor 15,28:
“Cuando todo haya sido sometido a Él, entonces también el Hijo mismo se sujetará a aquel que sujetó a Él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos”.
Papini hace mención a Orígenes, que habla de la reconciliación universal (que define una “palabrota” como apocatástasis), lo cual permite especular que bien podría incluir la salvación final del mismo diablo.
San Jerónimo, que admiraba a Orígenes comenta la carta a los Efesios en este sentido, haciendo un razonamiento: “Lo que es eterno no tiene ni principio ni fin. El infierno fue creado, y por tanto tuvo principio y tendrá fin”.
No obstante, habrá de señalarse que el Magisterio de la Iglesia se refiere al infierno― más allá de cuál sea su naturaleza― como algo que es eterno, prevaleciendo su autoridad sobre cualquier especulación literaria.
El libro de Giovanni Papini apunta varias cosas.
Lo primero de todo es que el artilugio satánico tiene bien presente el pasar desapercibido para el hombre. No tiene interés en ser reconocido. Ya decía Baudelaire, aquel poeta y ensayista de lo trágico, que “Al hombre de hoy, su racionalidad le hace más difícil creer en el demonio que en amarlo”. Si pruebas son amores, el interés del mal no consiste en que se le ponga en un marco, sino en llevarlo a efecto. En eso “es humilde”.
Lo segundo es hacerle notar al hombre su autosuficiencia. En esto es netamente existencialista. El hombre no necesita ningún dios, pues se basta con él mismo y el apoyo de la ciencia.
La tercera artimaña diabólica es la de no admitir otra verdad que la que nos permite alcanzar el conocimiento.
La cuarta es el susurro insistente en anteponer el “ego” al resto del mundo.
Para todo esto es necesaria la sutilidad. Podríamos decir que el Maligno se reviste de Dior y se hace un traje a la medida para acercarse elegantemente al hombre y tentarlo.
Retomando a Baudelaire, retratista de los vicios de la sociedad decadente, nos dice de la apariencia que se parece a la desazón que produce la virtud de lo de fuera, sin tener consciencia de la inmoralidad de lo de dentro. Para ello cita a una prostituta barata que fue a un museo y se sonrojó al contemplar el desnudo de una estatua.
En el fondo, el deseo último del hombre es el de ser feliz. El problema es que se confunde en su propio laberinto para lograrlo, pareciéndose a la fachada intacta de un edificio en ruinas.
“Si te postras ante mí te daré…” ―dijo el tentador a Cristo― La tentación se hace sutil y alarga la manzana emponzoñada. Es su tarjeta de presentación, sabiendo del gusto por el hedonismo en el hombre, que hace suyo el dicho popular “Para dos días que hay que vivir…”. En lugar de la reflexión, emociones que motiven los sentidos. Nada de preguntarse por el sentido de la vida, nada acerca del mañana, sino del hoy. Debes aprovechar el tiempo, pues la vida es breve. Y esto acarrea la creación del hombre light.
¿De qué servirá al hombre todos los tesoros del mundo si construye una casa sin cimientos, que no sabrá sostenerse porque es sólo fachada? ¿Qué podrá llevar entre las manos para justificarse lo que ha sido su vida?
“Me creaste, pero no te pertenezco”, dirá Orestes a Júpiter. Es la incitación constante que le susurra al hombre que no necesita de ningún Absoluto. Y así, girando en torno a él mismo acabará convirtiéndose en un borracho existencial, porque le pedirá a la vida lo que el mundo no le puede dar. Es aquello que escribe la santa en sus versos “Nada te turbe/nada te espante/todo se pasa/ al final sólo Dios queda…”. La insistente vaporosidad de la tentación procura seducir al hombre para que se llegue a creer su propio dios, aunque no pueda responderse a algo tan vital como es su deseo de vivirse eternamente.
Si el hombre pudiese meter en su cabeza toda la creación se volvería loco. ¿Cómo puede pretender comprender con su sola inteligencia al que la hizo posible? La diferencia entre el saber y el conocer radica en que lo primero puede adquirirse con el esfuerzo personal, es decir, la cultura, en tanto que lo segundo consiste en penetrar en la esencia misma de la verdad, y ésta sólo puede darse cuando esa verdad se nos quiere comunicar lo que es, más allá de la razón humana. Para reparar en la treta diabólica el hombre ha de reconocer su limitación y también su finitud, y la única manera de reconciliarse consigo es abrazarse a la infinitud. Y lo infinito es Dios.
Yo, yo y siempre yo. El último artificio embauca al hombre en su “ego”. Para superarlo habrá de abrirse al “tú” y al “vosotros”, pues de lo contrario acabará por ser devorado como el hijo de Saturno. Al que sólo se interesa por él mismo, ¿quién le dará la mano aquí y ahora cuando lleguen las dificultades? ¿Qué llevará entre sus manos al final de la vida?
Es necesario quitarse la venda y reconocer que detrás de la sutileza y de la apariencia del bien inmediato, se oculta la mano que mece la cuna.
Ángel Medina.
Imagen del autor.