EL INFIERNO EN LA CERVECERÍA
La palabra se había escapado del título de una película asiática de acción sobre la cual discutían dos amigos cinéfilos sentados en la terraza de una cervecería. Ya llevaba un buen rato saltando de mesa en mesa metiéndose en todas las conversaciones.
-Vivir en casa es un infierno, -refunfuñaba un jovenzuelo cuya cara estaba llena de acné. Ante el gesto iracundo del padre, la palabra volvió a dar un gran salto.
-El infierno de la drogadicción…, -leía una cincuentona en voz alta del editorial de un diario para su amiga miope.
-¡Vete al infierno con tus disculpas!
En la mesa de al lado, una mujer engañada no quiso escuchar más mentiras, cogió su bolso y se levantó bruscamente.
La palabra que en ese momento quiso saltar a la mesa siguiente, se resbaló y cayó sobre el hocico de un pastor alemán que se asustó tanto que dio un mordisco a la pantorilla más próxima. La víctima gritó y empezó a insultar al perro y a su ama y se armó un caos infernal.
Alertado por los ladridos y gritos, vino corriendo el camarero con su botiquín para desinfectar la herida mientras pensaba lleno de nostalgia en el silencio sepulcral de la cueva de estaglatitas que iba a visitar cuando acabara su contrato.
Por la caída, la palabra se había torcido una letra y no se reconocía ni a si misma. Unos meses después, bien entrado ya el invierno, se podía leer en el periódico que un deportista había sufrido un accidente durante una excursión de espeleología. El equipo de rescate tardó cuatro días en encontrarlo.
-Fue un infierno, contó a sus salvadores.
Dorotea Fulde Benke