Cuentos estivales (XXIV).
El jergón de los sueños.
-Recuerdo, Cholo, que aquella tarde hubo una tormenta. Era y es muy frecuente que, en verano, por la evaporación del día, en las tardes se formen tormentas. Esta lo fue con mucha carga eléctrica y, como estábamos la mayoría de los zagales al otro lado del arroyo, en la huerta, fuimos a refugiarnos a la casa más cercana que era la del Juanico, el hijo del tío Bartolo. Su mujer, la tía Teresa, nos dio de merendar unas buenas rebanadas de pan con miel de romero (¡y qué miel!) que se cortaba en las colmenas que había al pie de la Morciguillera. -Me ha comentado mi pupilo.
Y, entre trueno y trueno, el tío Bartolo nos contó esta historia:
-En una tarde también de tormenta, un mendigo fue llamando de puerta en puerta y de cortijo en cortijo suplicando que le dieran albergue para pasar la noche. Llovía muchísimo y el pobre menesteroso, vestido con harapos, estaba empapado.
Al fin llamó a a la puerta de una choza que habitaba el labrador más pobre de la comarca y éste le abrió y recibió. Lo cobijó en su humilde casa y el extraño mendigo, secó sus ropas y entró en calor junto a la hoguera, tomando una sopa de ajo que tenía preparada el anfitrión.
Para pasar la noche, sólo podía ofrecerle un poyo de obra, pero como era tan generoso le cedió su propio catre, para que pudiese descansar.
-Esta es mi cama, úsala por esta noche, para que hagas buen sueño, Yo dormiré sobre esa tarima de obra. Tengo la suerte de poder usar la cama todos los demás días del año y tú, no tienes donde dormir ninguna noche.
-A la mañana, mientras tomaba un tazón de leche caliente que le había preparado el labrador, el huésped, al ver la generosidad de aquella humilde persona, que sólo tenía más que él esa choza que les había cubierto de la lluvia de la tormenta, le confesó la verdad.
-No soy un mendigo. Soy San Cono de Teggiano, que me he disfrazado para poder encontrar a la persona más caritativa de estos lugares y en ti la he encontrado. Soy el patrono de los sueños. En agradecimiento a tu hospitalidad te entrego este jergón. Cuando duermas en él, tus sueños se harán realidad. Sólo has de tener la precaución de que, sueñes lo que sueñes, nunca pierdas la bondad de tu alma y de tu corazón.
Y le entregó un jergón que llevaba enrollado en el hatillo y que, al punto de situarlo sobre el catre, se produjo el prodigio de que se expandió convirtiéndose en un mullido colchón.
-Descansa todas las noches en él. Y sueña con bondad -le dijo el santo- que serás feliz. Todo sueño del que te acuerdes al despertar, a la mañana se hará realidad. Dentro de un año te buscaré y comprobaré cómo te ha ido. Le dio las gracias al labrador y se marchó.
-Aquella noche -continuó el tío Bartolo- al humilde labrador le costó conciliar el sueño. Primero, porque no terminaba de creer que el jergón tuviese los poderes que le había dicho tener San Cono; y, además, porque no conseguía centrar una imagen de sus deseos.
Al final quedó dormido y soñó que tenía dos bueyes para facilitarle sus tareas de labranza y una vaca que le daría abundante leche. Por la mañana, le despertó un mugido. Se asomó a su descubierto y encontró en los corrales a dos bueyes y una vaca. Se arrodilló llorando en el acto y comenzó a dar gracias, por tan maravilloso regalo.
-No todas las noches recordaba lo soñado, así que no había prodigio alguno. Pero mejoró su choza, convirtiéndose en una amplia casa. Mejoró mucho sus cosechas y empezó a sentirse más ambicioso. Ya tenía más posibles y su vida era muy distinta. Soñó con un caballo y una yegua, con un buen rebaño de ovejas, y fue enriqueciéndose hasta que, una noche, soñó que era un personaje muy rico e influyente ante el rey.
A la mañana siguiente, la carroza real con un tiro de cuatro magníficos caballos le esperaba a la puerta de su casa, con ropas para que vistiese adecuadamente que le adaptó uno de los sastres de la Corte y le llevó a presencia del rey.
Cuando fue recibido, el rey le dijo que había oído hablar de sus virtudes y que quería hacerle su consejero, para poder adoptar las decisiones de gobierno del reino con la mayor caridad y bondad.
Y empezó a aconsejarle con acertadas opiniones y el reino fue muy próspero y sus gentes felices. Pero el flamante consejero, deslumbrado por los lujos de la Corte, olvidó al jergón que había dejado en casa y, conforme convivía en los palacios reales, las intrigas y la envidia fueron también albergándose en su corazón, hasta que se endureció de maldad, y fue presa de la ambición desmesurada.
Al poco -dijo el tío Bartolo- San Cono lo visitó una noche en palacio y comprobó que ya no era aquel hombre caritativo y bondadoso que le había dado lo poco que tenía, sino que era un hombre corrompido por el poder y la avaricia. Ya no necesitaba soñar, pues todo lo tenía a su alcance, con solo pedirlo. Había subido los impuestos, de modo que los súbditos se arruinaban y pasaban necesidades. El reino, no protegía a sus ciudadanos, sino que los empobrecía.
-¿Me reconoces? -Le dijo al labriego principesco. Soy San Cono. Ha pasado un año y, como te prometí, he venido a comprobar si has obrado bien en tus sueños haciéndose realidad.
-El cortesano advenedizo, que se encontraba en una lujosa cama recostado, quedó sorprendido, pues no lo esperaba. Mas lleno de soberbia, le dijo:
-¿Y para qué quiero ya ser bondadoso ni de qué me sirve el jergón, si ya lo he conseguido todo a lo que un hombre puede aspirar: fama, dinero y poder? Puedes olvidarte de mí.
A lo que el santo le respondió:
-Tu realidad son los sueños que yo convertí. Y tal como los hice, los deshago. No has sido capaz de merecerlos, pues tu corazón ha dejado de ser bondadoso.
A la mañana siguiente -nos explicó el tío Bartolo- el labriego despertó en su viejo catre de la choza donde vivía antes de los sueños. No había bueyes ni vacas, ni caballos ni rebaños. Y tampoco estaba el jergón.
Arrepentido se arrodilló pidiendo perdón, prometiendo nunca más endurecer su corazón. Pero ya no fue escuchado. Se levantó llorando y miró el calendario y vio que sólo había pasado un día desde la visita del mendigo. Entonces comprendió.
-Los sueños -escuchadlo bien, nenicos- sólo se hacen realidad con el esfuerzo. No hay más prodigio que el trabajo. Porque lo que llega sin esfuerzo, sin esfuerzo se marcha. Y por mucho que se prospere en la vida, nunca se pueden perder los orígenes ni la bonhomía. -Concluyó el tío Bartolo.
-La tormenta había terminado -explicó mi pupilo- y los zagales nos marchamos a nuestras casas tan perplejos que, aquella noche, todos comprobamos si nuestros jergones eran los habituales. Y aún hoy -querido amigo- cuando recuerdo lo soñado, espero que no se haga realidad por sí solo. Porque, al fin y al cabo, también hay pesadillas.
Y me acosté cerca de él. Esperando no tener yo pesadillas en la noche.
(Continuará…)
Gregorio L. Piñero
(San Cono de Teggiano. Catedral de Santa María la Mayor, Teggiano. Foto Aldiaz).