EL RETORNO
Allí delante de mí está el jardín de mi juventud. Los árboles han crecido pero no tanto como esperaba e imaginaba en los incontables meses que pasé en el hospital militar. Los colores otoñales de los castaños resaltan ante los muros ennegrecidos de la granja; desde el interior se escucha como siempre el rumiar de las vacas. ¿Se escucha o no? ¿O es el viento que barre de un lado a otro la alfombra de hojas amarillas?
El conductor baja a mi compañero de la ambulancia y coloca su silla a mi lado. Tiene la cabeza envuelta en vendajes que solo dejan ver sus ojos y la boca. Intento llevarme mi mano a la cara para comprobar que mi piel está al descubierto y que percibe el fresco de la tarde. No puedo, al igual que hay muchas otras cosas que no podré volver a hacer jamás.
En la granja se encienden luces; una puerta se abre y sale ¿mi madre? Mantengo la ilusión hasta que la mujer se acerca demasiado y me saluda. Igual que ella me resulta extraña, también yo soy un desconocido para ella, otro paciente más que viene a recuperarse de las heridas de una guerra que nunca fue suya. Su voz es fuerte como la mano que agarra el asa de la silla de ruedas y me empuja por una rampa que antes no hubo. Me sube hasta la puerta de entrada y se da media vuelta hacia el otro cuidador. Hablan de nosotros como si no estuviéramos delante pero lo hacen sin ánimo de ofender probablemente porque yo no he respondido a las preguntas que me hicieron en la ambulancia, ni el compañero tampoco. Traspasamos la puerta y veo que el hall ha cambiado mucho: hay lámparas cegadoras, muebles blancos y cromados y olor a desinfectante.
Unas horas después, ya en la cama de un cuarto que va a ser el mío durante la rehabilitación, entra la misma mujer con una carpeta llena de documentos.
-Qué curioso-, dice, -en el formulario de admisión pone que naciste aquí. Que te alistaste voluntario y quedaste en este estado debido a un error médico.
No contesto. ¿De qué servirían mis explicaciones? He descartado hace tiempo la rebeldía ante mi destino y ya apenas me asusta la visión de un futuro que no puede ofrecerme nada.
-¿Puede abrir la ventana?- Casi no reconozco mi propia voz por no usarla.
Ella asiente y abre la ventana antes de salir del cuarto. Los pájaros nocturnos de siempre llaman a su bandada; me quedo dormido casi en seguida pero las pesadillas continúan acompañándome.
Dorotea Fulde Benke