EL SENDERO DE LA SOLEDAD
Nadie sabe quién puso las sillas que nadie usa. Solo las mariposas -atraídas por el olor de las hierbas que crecen alrededor- se balancean por los apoyabrazos, se resbalan y vuelven a posarse en sus bordes. El sol recalienta el plástico que se distiende con el calor y se encoge cuando cae la noche. Sus crujidos se mezclan con los alegres trinos de los pájaros y los sonidos de los árboles que crecen sin parar.
Sin embargo una tarde los mirlos salen espantados de los arbustos y se quejan como solo ellos saben hacerlo. Por el surco del sendero apenas visible en el suelo una pareja mayor se acerca a las sillas. Él tiene mala cara como si acabara de salir del hospital. Ella ha engordado durante los meses de su ausencia y le cuesta subir por el camino.
Renqueando llegan a la isla blanca donde aliviados toman asiento. Al rato, cuando ya respiran con normalidad, se miran. Y no han hablado todavía cuando el hombre rompe a llorar porque creía que no volvería a ver ese rincón, el paisaje verde, las hierbas. Ella le ofrece un pañuelito y su cara que lleva las huellas de incontables sonrisas se arruga un poco más.
No, esta tarde no hablarán. El silencio que aquí los envuelve es demasiado precioso: la ausencia de sirenas y altavoces, de gritos ajenos y del murmullo anónimo de las salas de espera ha dado paso a las llamadas de los mirlos que siguen alterados y solo se calmarán cuando la pareja cogida de las manos regrese al pueblo desandando el sendero de la soledad.
Dorotea Fulde Benke