Heroidas. Por Rubén Castillo

Heroidas

Heroidas.

 

   Que los clásicos grecolatinos conforman la base del pensamiento y el arte europeos no constituye una afirmación que necesite explicaciones (y mucho menos pruebas): bastaría con anotar los nombres egregios de Homero, Platón, Virgilio, Safo, Sófocles, Séneca o Eurípides para que hasta la persona más escéptica lo admita sin discusión. Dentro de ese listado de primera magnitud ocupa un lugar muy destacado Publio Ovidio Nasón, autor del Arte de amar o las Metamorfosis. Y también autor de Heroidas, una hermosa colección de cartas donde dieciocho mujeres y tres hombres (casi todos pertenecientes al mundo de la mitología) dibujan con tinta sus zozobras de amor.

   Se trata de páginas exquisitas (desde el punto de vista literario) y muy profundas (desde el punto de vista psicológico), en las que Medea, Fedra, Dido o Paris nos abren sus corazones para que leamos, escrita con la roja tinta de la sangre, su particular glosa sobre las tribulaciones que los malhirieron. Penélope se queja por carta a Ulises con motivo de su tardanza, que no acierta a entender (“Hay mieses ya donde se alzaba Troya, y la tierra que la hoz ha de rasurar brota exuberante, fertilizada con la sangre frigia. Los curvos arados rompen los huesos semisepultos de los guerreros; la maleza esconde las casas en ruinas”). Filis decide ahorcarse tras ver cómo el ingrato Demofoonte no parece dispuesto a volver a su lado, como le prometió (“¡Ojalá fracase todo aquel que crea que las acciones deben juzgarse por sus resultados!”). Enone se queja ante Paris de lo pronto que la ha olvidado, para solazarse ahora con su reina veleidosa (“Contigo pasé mis años juveniles y pido seguir siendo tuya durante el resto del tiempo”). Hipsípila recrimina a Jasón que la abandonase sin remordimiento, para irse con otra (“A los débiles el dolor mismo les ofrece cualquier clase de armas”). Ariadna, abandonada por Teseo en la isla de Naxos cuando huían juntos, llora por la ingratitud de su enamorado y le pide que regrese (“Estas manos cansadas de golpear mi triste pecho las tiendo, desdichada, a ti a través de los anchos mares. Angustiada, te muestro estos cabellos que me quedan. Te ruego por mis lágrimas, que en tu conducta tienen su origen: ¡haz virar tu nave, Teseo, y deslízate en dirección contraria con viento cambiado! Si muero antes, tú al menos te llevarás mis huesos”). Cánae, la hermana enamorada de su hermano y fertilizada por él, da a luz un hijo. El padre lo hace descuartizar y le envía a su hija una espada para que se arrebate la vida. Cánae escribe a Macareo pidiéndole que, después de su muerte, coloque los restos del bebé junto a los suyos en el sepulcro. Laodamía le pide a su esposo Protesilao (que sabemos que fue el primero en morir durante el cerco de Troya) que se proteja y vuelva vivo: que no se exceda en el arrojo, que salga el último de la nave, etc. Safo recuerda a su enamorado Faón, con quien en todo momento se mostró sumamente fogosa (“Mi incontinencia te hacía gozar más de lo ordinario, y mi continua movilidad, y mis palabras adecuadas al juego”) y al que, pese a la distancia, aún recuerda en la soledad de su lecho (“Lo que viene después me avergüenzo de contarlo: pero todo llega a su culminación y hay placer y no me es posible permanecer seca”).

   Podría completar varias páginas de explicaciones y ni siquiera me acercaría a trasladar en la reseña un pálido reflejo de las infinitas bellezas de esta obra.

   Es Ovidio, por Dios santo y bendito. Hay que leerlo.

 

Rubén Castillo

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