La Abadía del Sacromonte. Granada.
Haciéndome eco de una moda, que no invasiva pero no tan lejana y del todo comprensible por los tiempos ajetreados que vivimos, esta tendencia, no sé si un tanto freaky, de algunos de recluirse por unos días en un Monasterio y alejarse del mundanal y absorbente ruido, emulando así y salvando todas las distancias, al filósofo y humanista Michel Eyquem de Montaigne, que se aisló durante años en el castillo que lleva su nombre (también podría permitírselo), confieso que la Abadía del Sacromonte de Granada podría ser un lugar ideal que me incitaría a ello. Me refiero y si son ustedes un poco suspicaces para adivinarlo…a lo que siempre se ha hecho llamar “un retiro”.
Desconozco si la abadía está preparada y gestionada para que cualquier ciudadano que quiera y pueda, decida pasar unos días de relax y recogimiento en ella. Actualmente es residencia de canónigos, parroquia y museo eclesiástico y está en fase de obras. Observándola desde el cerro del Sol (a lo largo del cual transcurre parte de la Acequia Real), cerro que vigila la abadía de orto a ocaso, he tenido, eso sí, la oportunidad de escuchar desde este promontorio sinuoso el tañer de sus campanas a la hora del mediodía, que no deja de ser una experiencia, permítanme el parafraseo musical, totalmente religiosa; Admito, sin ningún tipo de remordimiento, que no hay “pecado” mayor en Granada que el de no visitar su abadía, la del Sacromonte, declarada Monumento y Bien de Interés Cultural, y las razones para visitarla son, dicho sea de paso, de peso.
De primeras, el relajo y la tranquilidad impactan de lleno en el visitante a través de su claustro (siempre simbólico) y se sentirá profusamente impresionado por los cuatro naranjos con sus respectivas jardineras, que, si son buenos observadores y algo suspicaces, verán que no están distribuidos a la ligera. Todo lo contrario. Hacen los árboles acto de presencia en las cuatro esquinas de una geometría que resulta muy armoniosa gracias a unos arcos que invitan a sentirse como en casa. Una fuente central deja correr el agua lenta y suavemente, con un tintineo en la pila circular aparentemente inocente, pero que no lo es. De esto algo sabían los árabes. “El agua y Granada” o “Granada y el agua”, ignoro qué va primero de qué. Diríase que ambas, la ciudad y el agua, son irrenunciables entre sí y que éstas capitularon hace siglos en un acto de fe, una declaración de amor eterno.
Entrando como decía en el claustro, que es siempre inseparable de los edificios religiosos, la persona recibe en un “impacto” tanto visual como mental, una impresión, sin querer por mi parte llegar a rozar la hipérbole, de encontrarse en otro mundo, mundo que para nada resulta displicente. Todo lo contrario. Gusta y agrada. Y con creces. El visitante, llevado por la curiosidad y sin querer perder de vista la luz del mediodía que tan bien le sienta, luz que embellece y resalta los naranjos y sus pictóricos ciclámenes, imbuido ya su espíritu por una paz solemne de la que le costará desprenderse, se irá adentrando por unos pasillos de cuyas salas se rezuma historia viva de Granada. Y digo viva y digo bien.
Vivirá de lleno nuestro protagonista de hoy en una de las salas museísticas la experiencia disfrutona del detalle minucioso de códices e incunables, de los cuales uno se atribuye a San Juan de la Cruz. Como inciso, podrán encontrar la escultura de nuestro poeta orando (que falta nos hace) en una posición casi mística y con las manos entrelazadas entre las que nunca falta curiosamente una flor… si alguna vez pasean por una de las avenidas más transitadas y agradables de Granada, como es la Avda de la Constitución prolongada por la siempre señorial y lujosa Gran Vía, jalonadas ambas por la Capilla Real (aquí descansan los Reyes Católicos por expreso deseo de Isabel la Católica) y por la Catedral, que ahora desde la Administración se pretende revalorizar con un proyecto de iluminación nocturna, según tengo entendido y no estoy mal informada.
Volviendo a la Abadía, incurriría en un delito mayúsculo si dejara de nombrar aquí los ejemplares de “Las Crónicas de Núremberg” de Hartmann Schedel, un Mapamundi de Ptolomeo, manuscritos árabes, un ejemplar de Generalidades sobre la Medicina, de Averroes, así como diversos objetos de culto, tapices y una colección de vestiduras. Pero por si algo destaca la riqueza histórico documental de este declarado “Monumento”, es por custodiar entre sus muros un verdadero tesoro, que no proscrito porque está en Granada, que es donde ha tenido siempre que estar; me estoy refiriendo a los Libros plúmbeos, (21 volúmenes escritos en latín y en falso árabe); a sabiendas de que fue el mismísimo Vaticano de Roma quien los devolvió en el año 2000 a la Archidiócesis de Granada, legado del cual hay documentos gráficos a la vista y disfrute de cualquiera que visite el corazón y pulso de la abadía; En una de las fotos expuestas, se observa al Arzobispo de Granada junto con un todavía jovencísimo Ratzinger, joven aunque de una mundialmente conocida intelectualidad intachable, tocando con su propia mano una de las planchas de plomo.
Mucho se ha escrito, dicho y oído sobre estos libros alrededor de su posible falsificación, historias que dan pábulo y que pululan por el mentidero de una ciudad donde mueves una piedra y sale una historia que conocer y contar, transmisión que de alguna manera engrandece aún más su leyenda, la de estos libros y de la ciudad que tan fiel y cuidadosamente los atesora y que están ahí para gozo y disfrute nuestro y de las generaciones venideras que quieran conocer, escribir e investigar sobre ellos. Los libros plúmbeos y su legado bien lo merecen.
USUE MENDAZA