La corte de Carlos IV. Por Rubén Castillo

la corte de Carlos IV

 

La corte de Carlos IV.

 

   Tras haber reseñado hace ya un tiempo el primero de los Episodios Nacionales del gran novelista canario Benito Pérez Galdós en este Librario íntimo, me sumerjo en la segunda entrega de la serie con la intención de ir comentando las cuarenta y seis, gradualmente y sin permitir que pasen los años entre una y otra.

   Vuelvo así a encontrarme con Gabriel de Araceli, quien a sus dieciséis años, “sin oficio ni beneficio, sin parientes ni habientes”, se encuentra en Madrid al servicio de la cómica Pepita González y enamorado de una modistilla llamada Inés. Por la capital circulan dos rumores sobre los que todo el mundo manifiesta una opinión: de un lado, el inminente paso de Napoleón Bonaparte por España, camino de Portugal, país que intenta anexionarse; del otro, las turbulentas relaciones que parecen tener los reyes españoles con el joven príncipe, rebelde, sumiso o traidor, según las fuentes consultadas. En ese mundo de poderes avariciosos y de torpes mandatarios insaciables (“Esa gente de arriba es muy ambiciosa, y hablando mucho del bien del reino, lo que quieren es mandar”, cap. X), Gabriel se verá envuelto en la sorda rivalidad entre Amarante y Lesbia, dos nobles que no se recatan a la hora de incurrir en bajezas, traiciones y celadas, con tal de afianzar su posición y eliminar, incluso físicamente, a la oponente. Amaranta, con astucia, consigue atraerse la voluntad de Gabriel, al que promete elevar social e incluso económicamente; pero cuando el infeliz muchacho deduce lo que de él se espera (que tribute hacia la dama una inquebrantable fidelidad perruna y que espíe para ella) abandona su servicio con prontitud, antes de embarrar su honor (“Cierto que quiero llegar a ser persona de provecho; pero de modo que mis acciones me enaltezcan ante los demás y al mismo tiempo ante mí, porque de nada vale que mil tontos me aplaudan, si yo mismo me desprecio”, cap. XIX). Y todo ello a pesar de que la poderosa dama (la cual “hizo que Goya la retratase desnuda”, según se nos dice en el cap. XXIII) le podría facilitar la vida.

   Con la minuciosa atención de siempre, Galdós registra con todo detalle (y nos presenta con inigualable prosa) costumbres, calles, vestimentas, decoraciones palaciegas o suburbiales y protagonistas (grandes y pequeños) del siglo XIX español, ofreciéndonos un fresco multitudinario e impagable de la época. También reitera sus bien conocidos amores literarios por William Shakespeare (del que se representa la obra Otelo en la parte final de la novela, con un Isidoro Maiquez totalmente fuera de sí) y por Miguel de Cervantes (creador del singular personaje don Quijote de la Mancha, quien “tenía alas para volar, ¡pobrecillo!, lo que le faltaba era aire en que moverlas”).

   Una novela amena, inolvidable, fresca todavía, llena de curiosidades y hallazgos, que me anima a seguir la serie.

Rubén Castillo

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