La cruz de Lorena. De Antonio Marchal Sabater

bajo la cruz de lorena

 

El libro

Entre la Francia ocupada por los nazis durante La II Guerra Mundial, y el tiempo actual, dos jóvenes españoles, Braulio e Ignacio, recorrerán todos los escenarios donde los republicanos exiliados del franquismo hicieron acto de presencia: la creación de La Resistencia francesa, el golpe de estado que ésta protagonizó en Orán y que arrebató la flota francesa al gobierno de Vichy para ponerla a disposición de los aliados, el desembarco de Normandía, la liberación de París, y la toma de Baviera.

Por otro lado Adela, una joven periodista que intenta reconstruir en la época actual la historia de los republicanos en el exilio para un documental de su periódico, y que hasta el último momento no descubrirá que es víctima de un complot, que persiguiendo otros fines, la ha llevado a las más complicadas situaciones.

Antonio Marchal Sabater ha conseguido que ambos tiempos se intercalen con maestría junto con la acción que requiere cada uno, manteniendo al lector en vilo hasta la última página del libro.

El Autor

Antonio Marchal Sabater

 

Antonio Marchal Sabater es el  pseudónimo del escritor murciano nacido el 6 de agosto de 1964. En los años ochenta ingresó en las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado e inmediatamente fue asignado a los servicios de información, circunstancia que le llevó a ser testigo de numerosos acontecimientos de la transición, en diferentes lugares de la geografía española: País Vasco, Cataluña o Madrid. En algunas de sus novelas refleja parte de ese pasado, describiendo algunos hechos tal y como sucedieron y otros adaptándolos a la trama, sin desvirtuar la realidad. En su currículo cuenta con varios premios literarios, como el del certamen de micro-crímenes de Falsaria 2012 y el 2º premio de relatos cortos organizado por el Ayuntamiento de Lorquí (Murcia), dentro de la celebración de la II Semana Cultural 2013.

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Blog del autor 

 

El autor,Antonio Marchal Sabater, nos regala el primer capítulo de La cruz de Loena.

 

 

Capítulo I

 

El Encuentro El aroma a sal y brea inundaba sus sentidos, mientras el suave terral jugaba con las faldas de ella bajo la luz de la luna y el resplandor de la espuma.

 

 

Campo de Concentración de Argeles Sur Mer, Francia, otoño de 1939.

 

Entre aquellos refugiados, cuyas vidas estaban cargadas de tristeza y desolación, vivía Nuria, una joven gerundense de apenas diecisiete años. Como todos allí, Nuria estaba comida por los piojos y la miseria. Vivía con sus padres, Emilio y Alberta. Muchos de los habitantes del campo vivían solos y pasaban las noches en unas trincheras cavadas en la arena, cubiertas de ramas o plásticos; conejeras solían llamarlas. Pero no era el caso de Nuria y su familia. Entre la madre y la hija habían construido una choza de cartón y plástico. Su estructura y resistencia eran tan precarias, que había que reconstruirla cada vez que la tramontana lo decidía. Emilio estaba enfermo y no podía hacer nada; él era uno de los muchísimos mutilados que la guerra había dejado. Tenía los pulmones congestionados por la bronquitis, y una pierna inutilizada por una fractura que había sufrido en el frente, y que necesitaba una operación urgente. Alberta, la madre de Nuria, era una mujer a las puertas de la madurez a la que, el hambre y la desolación, le habían robado los últimos años de su juventud. La guerra había sorprendido a la familia en Gerona, en un momento en que ya creían resuelto su futuro. Por desgracia no fue así. Al igual que a otro centenar de miles de personas, la tragedia llegó a su vida envuelta en las hostilidades.

De la noche a la mañana tuvieron que abandonar: casa, tierras, trabajo, enseres, familia; Todo. Ahora malvivían de la caridad de los vecinos del campo. Unos vecinos que en lo único que les aventajaban, si es que se daba el caso, era en salud. Aquella pierna tenía postrado a Emilio en un jergón y no podía dar un paso más allá de la puerta de la choza. Sobrevivía sin los cuidados necesarios para sus pulmones, y el hecho de dormir todas las noches sobre el suelo, sin una mísera manta que lo protegiera de las húmedas arenas de la playa, no contribuía a su curación. Al contrario, su deterioro físico se acrecentaba a cada minuto.

En el campo vivían multitud de hombres jóvenes. Entre ellos el famélico Braulio, un joven de apenas veinte años. Braulio había nacido en Madrid en el seno de una familia humilde. Había llegado al campo con las últimas oleadas de soldados, procedentes del frente del Ebro. Vivía solo y se sentía abatido. Una tarde, buscando algo que llevarse a la boca, se encontró con Nuria y se le antojó una rosa temprana; una Rosa germinada fuera de lugar y de tiempo. Desde ese momento el principal problema de Braulio fue la negativa actitud de la señora Alberta hacia él. – ¡Si no tenía bastante con tener que cuidar de un marido enfermo! ¡Ahora tengo que vigilar a la casquivana de mi hija y al ganapán que la ronda día y noche, volviéndola loca!–, se quejaba a los cuatro vientos, mientras, pasaba los días con un ojo puesto en su marido y el otro en la inseparable pareja.

Una fría mañana de viento y lluvia, después de una larga noche de tramontana, en la que nadie en el campo había podido pegar un ojo. Braulio apareció en la puerta de la maltrecha choza, de la que ya empezaban a faltar algunos trozos. Llevaba la ropa empapada y hecha girones. El alambre de espino que cercaba el campo se la había arrancado y tiritaba como un cachorro abandonado. Sin embargo, estaba ufano. Una sonrisa de lado a lado de su cara, en la que podían contarse todos los huesos de su anatomía facial, lo acreditaba. El motivo de tanta euforia era su botín. A primera hora de la madrugada, burlando la vigilancia de la legión extranjera, que custodiaba el cerco, había abandonado el campo junto a otros mozos y llegaba ahora; justo cuando un nuevo día se anunciaba en el horizonte, sobre las aguas del Mediterráneo. En la mano derecha llevaba una gallina que aún se debatía por escapar, y que en su lucha había dejado un reguero de plumas por todo el campo. Bajo el brazo izquierdo, un pan, y en la mano del mismo lado, una bolsa con más de media docena de huevos frescos. De esa guisa se plantó Braulio, aquella mañana, bajo el quicio de la puerta. Dio frente a la señora Alberta, que lo miraba como si fuera Cristo resucitado. La miró a los ojos henchido de gloria y le espetó: ¡Hoy comeremos caliente! Alberta se quedó atónita. El anuncio de un buen desayuno y una comida caliente la sorprendió con el moño sin recoger, una pelea de gatos en el estómago, el incesante zumbido de la tramontana en sus oídos y el desánimo en las venas. Sin embargo, ver a Braulio triunfante, con su botín de guerra en las manos, cambió su ánimo.

– ¿De dónde has sacado eso criatura de Dios? –le preguntó alarmada, con los ojos iluminados, y un inusitado brillo de alegría y en el rostro. También se dibujaron en él algunas arrugas que aún no debían estar allí.

– ¡No pregunte, señora Alberta, y guísela antes de que le salgan novios! –Contestó él, sin ruborizarse.

Como en tantas otras ocasiones hacían los demás, aquella noche Braulio había saltado la cerca, burlado a los vigilantes, y pasado toda la noche recorriendo las granjas cercanas y algunos de los almacenes de las proximidades.

A pesar del celo con el que las tropas coloniales de la República Francesa vigilaban el perímetro del campo y los gendarmes los alrededores. Los españoles, sobre todo los más jóvenes, se las apañaban cada noche para buscar algo en los alrededores, que llevarse a la boca. Aquella mañana, ante aquel decidido montón de huesos, cubierto de harapos y piojos, que era Braulio, Alberta supo que la suerte de su hija estaba echada. El amor no entiende de guerras ni de políticas ni de hambre, y entre tanta desgracia había brotado entre su única hija y aquel famélico y decrépito montón de huesos, comido por la miseria.

Los días fueron pasando y la presencia del muchacho en la choza, empezó a hacerse tan asidua como las olas en la playa. A Emilio le gustaba sentir cerca la presencia del chico. A Alberta, en su fuero interno, tampoco le disgustaba y empezó a tratarlo como a un hijo, pero sin bajar la guardia. Era consciente de que su hija aún era una niña, y que a Braulio la guerra ya le había convertido en un hombre. Por eso se la llevaban los demonios cuando Emilio, su marido, bajaba la guardia. En esas ocasiones se sentía impotente y gastaba sus energías reprochándole a él, su falta de celo en la vigilancia de Nuria.

– ¡Ya veremos por dónde nos sale esto…! –decía iracunda y sabionda, ante la aquiescencia de Emilio.

– ¡No seas tan dura mujer…! A su edad ¿quién le pone puertas al campo…? –le contestaba él.

Emilio era consciente de que Braulio se había convertido en el único sustento de su familia. Él, enfermo como estaba, no hubiera podido saltar vallas y correr por las arenas. Braulio sí. Además reparaba la choza, traía leña y espantaba a otros moscones.

– ¡No será que no te lo digo! –Apostillaba ella, cargada de razones– ¡el hombre es fuego, la mujer estopa! ¡Viene el diablo y sopla!

Poco a poco, el invierno fue pasado entre hambres y penas. Las familias, y las que no lo eran, se fueron aclimatando a la vida en el Campo de Concentración y la primavera llegó al fin. Con el buen tiempo las necesidades eran menos. La tramontana fue calmando su incesante soplo, hasta llegar a desaparecer. Las noches se volvieron más cálidas y más cortas, y los días se fueron alargando.

Una noche en que la luna llena presidía el firmamento, mientras su larga cola plateada se mecía sobre las olas al son del viento; después de una buena cena, a base de huevos en tortilla y los últimos trozos de un queso, que Braulio había conseguido unos días antes. Los dos jóvenes burlaron la vigilancia de Alberta y se fueron paseando por la arena, hasta salirse fuera de la zona acotada. Caminaron descalzos, sin rumbo, por la orilla del mar. El aroma a sal y brea inundó sus sentidos, mientras el suave terral jugaba con las faldas de ella bajo la luz de la luna, al resplandor de la espuma. Al poco llegaron junto a unas barcas de pescadores, que yacían en las arenas, tumbadas sobre sus costados. Allí, al arrullo del mar, bajo el poderoso influjo de la luz de la luna, se sentaron en la arena a ver llegar las olas. El viento cálido, con olor a yodo, les acariciaba el rostro y dibujaba espiras en los cabellos sueltos de Nuria. Poco a poco, entre arrumacos y confesiones de amor, Braulio fue acortando la distancia que les separaba. Ella sintió sobre su piel el calor y la tensión del cuerpo varonil, se aproximó a él y apoyó la cabeza sobre su pecho. Él la rodeó con sus brazos, la miró a los ojos y, poco a poco, la fue atrayendo hacia él. Cuando sus rostros quedaron frente a frente, sus bocas se juntaron atraídas por un frenesí turbulento. Hacía días que Braulio lo intentaba sin éxito, ella tenía sus reparos. Siempre que hablaban de ellos y de su futuro, él dejaba bien claro que a la menor oportunidad se iría; abandonaría Argelès–Sur–Mer para siempre y se buscaría la vida. Por el norte sonaban vientos de guerra. Los nazis ya se habían engullido media Europa y estaban a las puertas de Francia. Para Braulio el nazismo y el franquismo, que le había arrebatado su patria, eran lo mismo. Se sentía en la obligación de frenarlos y quizá así, expulsarlos también de España. Pero aquella noche no era el momento de repetir sus intenciones. Los sentidos se apoderaron de ambos y de sus cabezas se borró cualquier atisbo de duda. Tras un momento inicial de aprensión, al sentir la lengua de él entre sus labios, Nuria se excitó y tomó la iniciativa. Tiró de él hacia las barcas varadas sobre la arena, y Braulio la tendió suavemente sobre el casco, semi-volcado, de una de ellas. Nuria sintió la rigidez masculina empujar contra sus faldas. Tomó una mano de él y la condujo por los lugares más reservados de su cuerpo, aquellos que más placer le proporcionaban. Al sentir los fuertes dedos de Braulio, entrando entre los pliegues húmedos de su piel, allí donde ella misma las había conducido, se estremeció. Dejó escapar un suave gemido de placer y tiró de sus faldas hacia arriba. Él se bajó el pantalón. Luego, al notar que las piernas de su novia le hacían el hueco  necesario para cubrirlo con su cuerpo, se subió sobre ella. Al instante notó el calor húmedo de la anatomía femenina y arremetió con fuerza contra ella. A Nuria se le escapó un leve quejido que él no supo interpretar si era dolor o placer; pero al notar que se apretaba contra él, repitió la acción, una y otra vez. La respiración de Nuria se entrecortó, su boca se abría irrefrenable y sus piernas y brazos se abrazaron violentamente a él. La excitación llegó al paroxismo y en uno de aquellos envites él quedó exhausto sobre ella, al tiempo que otro gemido lánguido e irrefrenable, se escapó entre los labios de ella. Después ambos quedaron en silencio, exhaustos, sorprendidos por la brusquedad del acto. Al rato, Nuria notó sobre su pecho la agitada respiración de Braulio, y sobre sus nalgas desnudas los nudos de la madera de la barca.

Un comentario:

  1. Muchas gracias por dejarnos el principio. Tengo que decir que incita a seguir leyendo, aunque, con lo maternal que soy, ya estoy sufriendo lo indecible por Nuria.
    Un abrazo.

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