La moralidad de las gordas
De unos años a esta parte, no encuentro mejor compañía ética que la que me ofrece la cinematografía de los hermanos Coen, unos judíos algo sombríos, bastante raruzos y nada edificantes, perfectamente inútiles para redimir a nadie de nada. En el extremo opuesto de los Coen se sitúan el cine y las series españolas, poblados de negros afligidos, travestidos constreñidos y capitalistas heteroagresivos, pura catequesis para una nación menor de edad a quien se educa en los tipos, los tópicos y las consignas que nos identifican como ciudadanos probos a los ojos de una corrección política que cuenta con las bendiciones unánimes de todas las instituciones informativas, pedagógicas y sanitarias, Vaticano incluido.
Así las cosas, mi gusto por los Coen debería servir de advertencia para no tratar conmigo, ni por wasap, dicho esto sin desdoro hacia mi persona, ni propósito de la enmienda: antes al contrario, me chupa un pie y hasta forma parte de mis metapreferencias más queridas el saberme en perfecto desacuerdo con mi entorno moral. Dicho de una vez, me gusto a rabiar cuando me siento parte de una élite moral, así como suena. Me pasa algo parecido con la ortografía, que me encanta que la Real Academia Española aplane la norma para ponerla al alcance de la ESO bilingüe, porque así me quedo yo solo con mi buen bachillerato y mis acentos (hasta la voz “tilde” me ofende) en los demostrativos correspondientes, por ejemplo, y cada vez que alguien me recuerda el dictamen de los venerables académicos le respondo con todo el desdén de que soy capaz, que es mucho, que la RAE se pliega a una ortografía de pobres de espíritu, cuya sea la bienaventuranza, y que me vuelvan a chupar el mismo pie de antes.
Habrá quien piense que todo esto de mis metapreferencias no es más que el estuche cursi donde escondo mi chulería, y no le falta razón; pero a ver cómo no va a salir uno elitista y más chulo que un ocho tumbao si se ha criado en un Madrid en el que los chiquillos tratábamos en los cines de barrio con unas putas bien gordas que nos administraban unas pajas alegradas con pulseras de cascabeles, mientras en la pantalla proyectaban un programa doble sobre el que nadie decía ni palabra; porque ¿habrá mejor motivo para suspender el juicio ni mayor riqueza para el espíritu que la proporcionada por una paja con cascabeles?
Pero vamos ya con mis preferencias: ¿por qué prefiero la ética desconcatenada de los Coen a la moralina edificante en la que se reconocen líderes de nuestro tiempo tan aparentemente dispares como la escritora Lucía Etxebarría o el Papa Francisco? Para responder a esto, tendríamos que elevarnos a una ética donde se desplegaran las categorías de excelencia, alegría, tradición, verdad, amistad, aristocracia (del espíritu, no hay otra), libertad, valor, diferencia, inteligencia; una ética que se atreviera a comprometer a las estrellas, o a pedirle cuentas al Mal y al mismo Dios…, y ya me dirán qué tiene que ver Lucía Etxebarría con la excelencia ni con la verdad; o el Papa Francisco con la inteligencia ni con pedirle cuentas a nadie y menos que nadie a Dios.
Pero, ¿y los Coen? De los Coen me gustan mil detalles; pero, sobre todo, el tono bíblico, talmúdico, que recorre toda su obra, y que se nota, entre otras cosas, en el modo tan certero con que los personajes plantean preguntas universales, preguntas que nos interrogan, a nosotros y al Universo, con la misma hondura despiadada con que las plantea el Antiguo Testamento. Me entenderán mejor con un ejemplo. La tercera temporada de Fargo bascula en torno a un personaje, una especie de financiero criminal, que es un demonio temible, fascinante y asqueroso hasta en el menor de sus matices. En uno de los episodios, este sujeto demoníaco le pregunta a una de sus víctimas que si se fía de su esposa. La de los celos es una de las insidias típicas con que el demonio suele enredarnos la vida, bien lo sabía aquel Yago que sacaba de quicio al pobre Otelo, y de quedarse ahí los Coen no habrían ido más lejos en su recorrido por los recovecos del resentimiento de lo que llega el cainismo de cualquier cuñado que tengamos a mano; pero el demonio de los Coen va más allá, aun cuando aparenta quedarse más acá, y cito de memoria: “Hace usted mal en fiarse de ella. Su mujer está gorda; y si no sabe sujetarse frente a un pedazo de tarta, mucho menos sabrá sujetarse frente a una buena polla.”
Y en ese “mucho menos” se nos abre la puerta por la que se accede, por fin, a una ética para adultos donde todos llevan puesta su pulsera de cascabeles.
Francisco Giménez Gracia
Artículo publicado en el diario «La Opinión» de Murcia, el 21 de octubre de 2020