La palmera
Podría ser una tienda de conveniencia de cualquier pueblo o barrio de este país, e incluso de otros. Su fachada, y su escaparate no invitaban a nada más que comprar algún tentempié cutre salchichero que me sustentará hasta el próximo amanecer, alguna pitanza desbordada de grasas trans por los cuatro costados, desde el exterior la tienda emitía una amalgama de colores y brillos que martilleaba mi mala conciencia. Unas tonalidades que desaparecieron al cruzar el umbral, tan sólo una mirada dio paso a un concierto de arpas y cítaras que silenció el bullicio de su interior, a media luz, refulgía tras el cristal una inmensa palmera rellena de Nutella y bañada en un chocolate blanco de medio centímetro de grosor.
¿Qué le pongo? ¡Oiga! ¿me escucha?, insistió el dependiente reiteradamente.
Persistió el zagal una eternidad mientras yo volvía en mí, tartamudeando de emoción, y alerta como un jaguar sobre su presa, al fin conseguí contestar.
La palmera, ¿Qué? encima era un poco teniente el lampiño, con la voz entrecortada y jadeante por la hiperventilación, emití unos renqueantes, que, que, que la palmera, que quiero esa palmera.
Tardó una eternidad en coger unas pinzas, cazar a mi presa, y depositarla en una bolsa de papel 3XL, mientras tanto en la boca tenía un desborde similar o superior a la catarata del Niágara. No recuerdo cuánto me costó, pero si su tacto adivinado tras la bolsa, la cogí con las dos manos elevadas por encima del mostrador, ahora creo que me parecía a Don Alfonso cuando eleva la hostia consagrada de la comunión, pero ante mi falta de vocación y sotana, estaba seguro de que no la iba a compartir con ningún fiel.
Salí a la calle más feliz que una perdiz, coloqué la palmera en la mano derecha agarrándola con suave firmeza, y con el brazo extendido, y la bolsa a la altura de la cadera la fui paseando hasta casa, en ese momento el bamboleo, y el tamaño del manjar parecía la carpeta de un adolescente al salir de clase, los escasos trescientos metros que me separaban del hogar me parecieron una eternidad, de hecho, la palmera era en ese momento el órgano vital más importante de mi ser.
Tras subir las escaleras de dos en dos, me encerré en la habitación, ya la gula se había apoderado de mí sin pagar la correspondiente bula. La deposité en una pequeña mesa camilla, rompí la bolsa y quedó al descubierto la palmera de chocolate blanco. Sin santiguarme siquiera, empecé a deglutir como si no hubiera un mañana, recogía de la mesa hasta los cachitos de chocolate blanco para devolverlos a su ser masticado con fruición, ¡fue un festín! veía globos de colores, y escuchaba fuegos artificiales a mi alrededor. No fueron muchos los minutos que pasaron hasta fusionar la palmera con mi organismo, ni tampoco las horas en sentirme como un cerdo antes de la matanza, me salía el chocolate por las orejas, y después, ante el empacho burbujeante en el aparato digestivo, tuve varios días de penitente ayuno solo aliviado con un carromato de Almax, diversas plegarias, un par de estampas de la Virgen de los Dolores, y una confesión de rodillas ante el envidioso resquemor de Don Alfonso.
¡Que me quiten lo bailao!
Jordi Rosiñol Lorenzo