Cuentos estivales (XLVI)
La sandalia.
Tomó mi pupilo una caja que tiene repleta de fotografías familiares, y comenzó a contemplarlas con cariño y añoranza. De pronto, su rictus facial cambió y me dijo: “¡Cholo: la sandalia!” al tiempo que se carcajeaba a mandíbula batiente.
-No creas que los baños se acababan en la boquera o en el balneario de Lo Pagán. No. También me llevaban a otras playas, como al Mojón. -Ha continuado.
El Mojón era por aquel entonces un pequeño núcleo de viviendas de pescadores y de tinglados para preparar las salazones. Recibe su nombre porque en él estaba uno de los hitos que separaban los reinos de Murcia y Valencia, comenzando en él la línea imaginaria que llega hasta los famosos “pinochos” de Beniel, que son otros mojones delimitadores de ambos territorios. Hoy demarcan las dos comunidades autónomas.
Allí se salaban y se sazonan las deliciosas huevas de mújol, el bonito o la caballa y se seca el pulpo de roca.
Y en su playa se disfrutaba -y disfruta- de un baño fantástico, porque a unos cincuenta metros de la orilla, existe una barrera natural que suaviza el oleaje del Mediterráneo.
Mi pupilo me ha contado que sus tíos-primos Emilio, José Luis y/o Paco, y sus tíos Pepe y su tía Yeya, iban hasta el Mojón en bicicleta, llevándolo en el portaequipaje, al que se acoplaba un cojín que sujetaban con un tirante tipo “pulpo”, para que fuese más cómodo el viaje. Entre ellos, se turnaban en cargarlo, para hacer más liviano el trayecto.
En la playa no había balnearios, pero sí casetas, para poderse desvestirse o vestirse, según te fueses a poner o quitar el traje de baño.
Andaba por aquél entonces su madrina Yeya de noviazgo con quien luego sería su marido, su tío Álvaro Peña, quien no veía con buenos ojos que su novia fuese en bicicleta hasta las playas pues -aunque no había muchos vehículos- algo de riesgo sí suponían aquellos desplazamientos de modo que él, como buen médico, prefería prevenir antes que curar.
Pero una mañana en que los demás tíos decidieron ir al Mojón, la madrina de mi pupilo también se apuntó, subiéndolo a la bicicleta rumbo a un agradabilísimo baño.
A su término, se solían enjuagar las sandalias para desprenderles la arena que hubiesen cogido durante el baño y, estando en ello, una ola de cierto porte engulló una de ellas arrastrándola hacia el fondo del mar, sin dejar rastro y, pese a su intensa búsqueda, hubo de regresarse a casa con una sola sandalia.
-La tía Yeya -me contó mi pupilo- para evitar que se fuese de la lengua ante su novio, le advirtió que no le contase nada de la sandalia.
Mas…, cuando su tío Álvaro vino a verla aquel fin de semana, mi pupilo -que siempre tuvo por él verdadera devoción- en cuanto le vio fue a darle dos besos y le dijo sin preámbulo alguno y con tono de epopeya: «tito, tito ¿sabes que perdí una sandalia en la playa el otro día? Tuve que venirme a casa descalzo de un pie en la bicicleta».
Y, con la pregunta, quedó claro que su novia y madrina de mi pupilo, había ido a la playa en bicicleta contra los deseos de su novio. Cosas que -como en todos los noviazgos- resulta siempre algo inconveniente para evitar enfados. ¡Jajajajajajaja! -Se ha carcajeado con desenfreno, al contármelo. ¡Todavía me acuerdo de la cara que puso mi tía al oírme! Y seguro que ella también se acuerda.
-¡Ah! Y mira esta otra fotografía. De otra playa. La de las Salinas. Te contaré de ella otro día. Hoy ya es tarde. Vayamos a dormir.
Y hemos tomado rumbo hacia el dormitorio, mientras mi pupilo seguía riéndose de aquella indiscreción tan propia de los niños, incapaces de ocultar la verdad.
(Continuará).
Gregorio L. Piñero
(Foto: Playa del Mojón. Años 60 del siglo pasado).
Sr. Gregorio, le felicito por los cuentos estivales; son anécdotas muy agradables y entretenidas de un tiempo pasado ya acontecido.
Un saludo cordial. Juan
Muchísimas gracias, Juan.
Me alegra mucho que le gusten.
Un abrazo.
Gregorio Piñero.